- José Antonio Pagola
Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Era imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna para los «pobres» y los «pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los que no interesaba cambio alguno.
Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.
Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos aunque su actuación irrite en el templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas.
Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal y la enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gentes perdidas, incapaces de volver a su amistad. Esta actitud salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras... porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad entera.
Para los seguidores de Jesús celebrar la pasión y muerte del Señor es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y llamada a vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.
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PREGÓN AL INICIO DE LA SEMANA SANTA
Escrito por Florentino Ulibarri
Éste es el tiempo de la historia,
de la historia pura y dura
que sucede cada día a todas horas;
de la pasión de Dios desbordada
sobre nosotros y las realidades humanas
que gritan y mueren machacadas.
Éste es tiempo de muerte y vida,
de salvación a manos llenas;
del nosotros compartido,
del todos o ninguno;
de gestos que destilan esperanza
y del silencio respetuoso y contemplativo.
Tiempo de amor, tiempo de clamor;
tiempo concentrado, tiempo no adulterado;
tiempo santo, humano y divino,
para sorberlo hasta la última gota;
tiempo en el que Dios nos toma la delantera
y nos ofrece la vida a manos llenas.
Tiempo de fidelidad y Nueva Alianza
por encima de lo que sabemos,
queremos, soñamos y podemos.
Es el tiempo de todos los que han perdido,
de los que han sufrido o malvivido,
y de los que se han dado sin medida a su ejemplo.
Es el tiempo de la memoria subversiva,
de Dios haciendo justicia
en el templo y en la historia
y dándonos su espíritu y vida.
¡Es Semana Santa, humana y divina,
gratuita y portal de la Pascua florida!
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LA MUERTE DE JESÚS ES SIGNO DE AUTÉNTICA VIDA
Escrito por Fray Marcos
Aunque la liturgia comienza con la entrada "triunfal" de Jesús en Jerusalén, la fuerza de los acontecimientos que vamos a recordar esta semana, anula casi por completo ese triunfo muy relativo y pasajero. Como en el caso de la purificación del templo, no podemos pensar en una manifestación multitudinaria espectacular. Hubiera sido la ocasión ideal, que los dirigentes judíos estaban esperando, para prender a Jesús. Probablemente se trató de un pequeño grupo de seguidores que se unieron a los discípulos en aclamaciones espontáneas. Jesús había desarrollado toda su actividad en Galilea, y la mayor parte de los peregrinos que venían a la fiesta eran galileos. Muchos de ellos reconocerían a Jesús, que también subía a Jerusalén, y se unieron a su grupo. Este hecho lo aprovecharon después los cristianos para evocar la profecía de Zacarías e interpretarla como una entrada de Jesús como Mesías.
Lo verdaderamente importante en el relato de la pasión, está más allá de lo que se puede narrar. Lo esencial de lo que ocurrió no se puede meter en palabras. Lo que los textos nos quieren trasmitir, hay que buscarlo en la actitud de Jesús que refleja plenitud de humanidad. Lo importante no es la muerte física de Jesús, lo importante es descubrir por qué le mataron, por qué murió y cuales fueron las consecuencias de su muerte para él y para los discípulos. La Semana Santa no es el único momento en el que debemos referirnos al significado de la salvación que descubrimos en Cristo, pues ésta es una referencia central de la fe cristiana; pero sí es una ocasión privilegiada para plantearnos la revisión de nuestros esquemas teológicos sobre el valor salvífico de la muerte en la cruz.
La Semana Santa es el mejor momento del año para tomar conciencia de la coherencia de toda la vida de Jesús. Dándose cuente de la consecuencia de sus actos, no da un paso atrás, y las acepta plenamente. Es todo un aldabonazo para nosotros, que estamos siempre tratando de acomodarnos a todos los vientos, con tal de evitar consecuencias desagradables. Sabemos perfectamente que nuestra plenitud está en darnos a los demás, como decíamos el domingo pasado, pero seguimos calculando nuestras acciones para no ir demasiado lejos; poniendo límites "razonables" a nuestra entrega; sin darnos cuenta de que un amor "calculado" es un egoísmo camuflado.
¿Por qué le mataron? La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un rechazo frontal y absoluto por parte de los jefes religiosos de su pueblo. Rechazo a sus enseñanzas y rechazo a su persona. No debemos pensar en un rechazo gratuito y malévolo. Los sacerdotes, los escribas, los fariseos no eran gente depravada, que se opusieron a Jesús porque era buena persona. Eran gente religiosa que pretendía ser fieles a la voluntad de Dios, que para ellos estaba definida en la ley de Moisés. También para Jesús era prioritaria la voluntad del Padre, pero no la buscaba en la Ley sino en el hombre.
La pregunta que se hacían era ésta: ¿era Jesús el profeta, como creían algunos de los que le seguían, o era el antiprofeta que seducía al pueblo y le llevaba fuera de la religión judía? La respuesta no era tan sencilla como nos puede parecer hoy. Por una parte, Jesús iba claramente contra la Ley y contra el templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra, los signos de amor a todos que hacía, eran una muestra de que Dios estaba con él, como dijo el mismo Nicodemo. Lo mataron porque denunció a las autoridades religiosas por utilizar a Dios y la religión para oprimir al pueblo. Pero ellos siguieron pensando que era Dios el que legitimaba ese dominio sobre la gente sencilla. Le mataron por afirmar, con hechos y palabras, que el hombre concreto está por encima de la Ley y del templo.
¿Por qué murió? Solo indirectamente podemos aproximarnos a lo que Jesús experimentó ante su propia muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco ni era masoquista. Tuvo que darse cuenta que los jefes religiosos querían eliminarlo. Lo que nos importa a nosotros es descubrir las poderosas razones que Jesús tenía para seguir diciendo lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de que estaba seguro que eso le acarrearía la muerte. Además tomó conscientemente la decisión de ir a Jerusalén donde estaba el verdadero peligro. Que le importara más ser fiel a sí mismo y a Dios, que salvar la vida, es el dato que nosotros debemos valorar. Dejó que le mataran para demostrar que la única manera de servir a Dios es ponerse del lado del oprimido.
No se trató de la muerte física de Jesús sino de la total aniquilación y escarnio de toda la persona ante la sociedad. No se puede pensar en la muerte de Jesús, desconectándola de su vida. Su muerte fue consecuencia de su vida. La encarnación no ha sido una programación por parte de Dios para que su Hijo muriera en la cruz y de este modo nos librará de nuestros pecados. Jesús fue plenamente un ser humano que tomó sus propias decisiones. Porque esas decisiones fueron las adecuadas, de acuerdo con las exigencias de su verdadero ser, nos han marcado a nosotros el camino de la verdadera salvación. Si nos quedamos con el Cristo glorioso, que murió por obediencia al Padre, hemos malogrado muerte y su vida.
¿Qué consecuencias tuvo su muerte? Hay explicaciones teológicas de la muerte de Jesús que han llegado hasta nosotros y que se siguen presentando a los fieles, aunque la inmensa mayoría de los exegetas y de los teólogos las han abandonado hace tiempo. Se trataría de interpretar la muerte de Jesús como un rescate exigido por Dios para pagar la deuda por el pecado. Además de ser un mito ancestral, está en contra de la idea de Dios que el mismo Jesús despliega en todo el evangelio. Un Dios que es amor, que es Padre, no casa muy bien con el Señor que exige el pago de una deuda hasta el último centavo.
No es la hora de insistir en la atrocidad del pecado que ha llevado a Jesús a la cruz. Debemos de insistir en la salvación que necesitamos como pecadores, es decir, no salvados. Pero no para estar pendientes de que Dios tenga misericordia de nosotros, sino para descubrir que nuestra salvación está en seguir el camino de entrega que Jesús recorrió. La salvación consiste en descubrir el amor que es Dios y está ya en nosotros.
Para los apóstoles, la muerte fue el revulsivo que les llevó al descubrimiento de lo que era verdaderamente Jesús. Durante su vida lo siguieron como el amigo, el maestro, incluso el profeta; pero estaban muy lejos de conocer el verdadero significado de la persona de Jesús. A ese descubrimiento no podían llegar a través de lo que oían y lo que veían; se necesitaba un proceso de maduración interior, al que solo se puede llegar por experiencia interna. La muerte de Jesús les obligó a esa profundización en su persona, y a descubrir, en aquel Jesús de Nazaret, al "Señor", al "Mesías" al "Cristo" y al "Hijo"... En esto consistió la experiencia pascual. Ese mismo recorrido debemos hacer nosotros si queremos celebrar la Pascua.
A nosotros hoy, la muerte de Jesús nos obliga a plantear la verdadera hondura de toda vida humana. Jesús supo encontrar, como ningún otro hombre, el camino que debe recorrer todo ser humano para alcanzar su plenitud. Amando hasta el extremo, nos dio la verdadera medida de lo humano. Desde entonces, nadie tiene que romperse la cabeza para buscar el camino de mayor humanidad. Si quiero dar pleno sentido a mi vida, no tengo otro camino que el amor total, hasta la muerte si las circunstancias lo exigieran.
La interpretación de la muerte de Jesús determina la manera de ser cristiano. Ser cristiano no es subir a la cruz con Jesús, sino ayudar a bajar de la cruz a tanto crucificado que hoy podemos encontrar en nuestro camino. Jesús, muriendo de esa manera, hace presente a un Dios sin pizca de poder, pero repleto de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El "poder" de Dios no se manifiesta en el momento de la resurrección sino en la vida de quien es capaz de amar hasta la muerte.
Meditación-contemplación
Ningún sufrimiento salva por sí mismo, tampoco el de Jesús.
Lo que salva es la fidelidad a su verdadero ser,
que Jesús mantuvo durante su vida y manifestó en la cruz.
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Vivir una verdadera humanidad, es perder el miedo a la muerte,
porque no afecta para nada a mi verdadero ser.
El miedo a la muerte es la esclavitud más difícil de romper.
Toda clase de opresión nace de esta esclavitud.
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La Vida de Dios en mí, envuelve todo mi ser.
Con esa Vida divina, se me dan oportunidades infinitas de ser.
Con ella se me ha dado todo.
Nada tengo que esperar y nada debo temer.
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Fray Marcos