María de la Luz Cueva Santana, madre Lucita, era la última entre las carmelitas que rigieron el Hospital Divina Providencia durante los dos años y medio en los que vivió allí Monseñor Óscar Arnulfo Romero, y donde finalmente fue asesinado. El Faro comparte este perfil escrito hace cuatro años por uno de nuestros periodistas, y que se publicó originalmente en Hablan de Monseñor Romero, un libro de perfiles de personas que conocieron al arzobispo mártir, editado por la Fundación Monseñor Romero.
María de la Luz Cueva Santana, la madre Lucita, en una imagen tomada cuando tenía 87 años de edad, en el Hogar para Niños Divina Providencia, en Santa Tecla. Foto Roberto Valencia.
El arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, no vivía rodeado de mármoles importados ni de sedas ni de fijas vajillas ni de oro. La casa en la que pasó sus últimos años, en los terrenos del Hospital Divina Providencia, eran apenas tres cuartos sin estridencias, de paredes repelladas y baldosas humildes, sin esculturas ni cuadros ostentosos, con clósets en vez de armarios, con ducha y sin tina. El mobiliario de su dormitorio-oficina era parco: un colchón individual, un viejo escritorio sobre el que descansaba una máquina de escribir, un gavetero, su infaltable radio-grabadora y una fea mecedora metálica. Lo más cercano al lujo que había en ese hogar era una hamaca, que a Monseñor Romero le gustaba cruzar de esquina a esquina en el cuartucho de la entrada.
Pero antes las comodidades eran menos.
En la casa comenzó a vivir el 15 de agosto de 1977. Hasta ese día llevaba meses en el Hospitalito, pero dormía en un cuarto liliputiense ubicado junto a la sacristía de la capilla, reservado para el inexistente capellán. Ahí se amontonaban un camastro, una mesita de noche, dos sillas y un arzobispo.
—Entre todas decidimos construirle la casita porque, cuando recibía visitas, lo hallaban en ese cuarto. Lo hicimos sin decirle nada. Fue una sorpresa.
Monseñor Romero cumplía 60 años aquel lunes 15 de agosto. Salió temprano para oficiar misa en Catedral metropolitana y pasó la tarde en el arzobispado. Cuando al anochecer regresó al Hospitalito, las hermanas y un grupo de enfermos lo esperaban junto a la que sería su nueva casa. Madre Lucita, la superiora, le entregó las llaves con una sonrisa en los labios.
—Alguna vez –recuerda madre Lucita– nos dijo que este Hospitalito era su Betania.
Betania era la aldea en la que, según señala el Nuevo Testamento, residían Marta, María y Lázaro, tres hospitalarios amigos de Jesucristo.
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María de la Luz Cueva Santana nació el 30 de abril de 1923 en Tecolotlán, un pequeño pueblo situado en el estado de Jalisco, México. Sus padres sabían leer y escribir. Ella, Fermina Santana, llevó el peso de la crianza de los ocho hijos de la pareja, cuatro y cuatro. Él, Lucio Cueva, fue un esforzado agricultor que en el hogar se caracterizaba por ser estricto y protector en exceso con sus hijas. La infancia de Luz transcurrió en los años del México pos-revolucionario, marcados, entre otras cosas, por las tensiones entre la Iglesia católica y un Estado de vocación laica. La Guerra Cristera, que en la segunda mitad de los años 20 enfrentó al Gobierno contra milicias que cuestionaban las medidas para restringir la autonomía de la Iglesia, tocó a la familia Cueva-Santana: Lucio sufrió persecución por sus simpatías hacia la causa cristera. Sin embargo, ni esta activa militancia logró que le entusiasmara la idea de que Luz y otra hermana menor quisieran ser monjas. Eran otros tiempos, antes del Concilio Vaticano II, y vestir un hábito era con frecuencia sinónimo de despedirse de por vida de la familia. Para evitarlo, Lucio hizo a un lado su faceta de sobreprotector y a las dos las envió a Tijuana, a casa de la hija mayor, casada ella, con la idea de que salir de Tecolotlán les hiciera abandonar su vocación.
—Pero no se pueden burlar los planes de Dios –dice madre Lucita–, y allá adonde nos mandó para que conociéramos mundo, allá conocí la congregación.
Muy cerca de la casa de la hermana había un convento de las Carmelitas Misioneras de Santa Teresa. Fue cuestión de tiempo que sus deseos cristalizaran, y el 10 de marzo de 1952, a los 28 años de edad, María de la Luz Cueva se convirtió en la hermana Luz Isabel.
A El Salvador arribó en 1964. Las carmelitas de Santa Teresa atendían en esa época el Hospital San Rafael, en Santa Tecla, y la hermana Luz Isabel se unió. Sin embargo, no se sentía cómoda con la labor pasiva a la que relegaban a las monjas, en especial en la atención de los enfermos de cáncer, considerada en aquella época una enfermedad contagiosa.
—Yo soy algo rebelde y en el San Rafael no teníamos libertad, así que me propuse hacer un lugar para atenderlos con mayor dignidad.
La idea pronto tomó forma y, gracias al aporte de benefactores, a inicios de 1966 arrancó la construcción del que terminaría llamándose Hospital Divina Providencia. Ni siquiera esperaron a levantar por completo el edificio para recibir a los primeros pacientes, atendidos por un voluntarioso pero reducido grupo de carmelitas. La hermana Luz Isabel se convirtió en la madre Lucita. La obra le permitió además entrar en contacto con Monseñor Romero, con quien pronto entabló una relación de amistad y respeto mutuo. Eran dos personalidades fuertes que, a su manera, congeniaron.
Tras más de una década como superiora en el hospital, madre Lucita se embarcó, siempre bajo el paraguas de la congregación, en otro ambicioso proyecto de beneficencia: la construcción de un centro concebido en principio para los huérfanos que dejaba el cáncer. El Hogar para Niños Divina Providencia comenzó a recibirlos a mediados de los 80.
Tanto el hospital como el orfanato son hoy las dos principales cartas de presentación en El Salvador de las Carmelitas Misioneras de Santa Teresa. Madre Lucita no oculta su satisfacción cuando los menciona, quizá porque todavía son parte de su vida; ni su avanzada edad es un obstáculo para seguir pendiente de lo que ayudó a realizar. Las entrevistas para esta semblanza, de hecho, me las concede en el Hogar para Niños, donde ella vive. Con 87 años, la osteoporosis le obliga a auxiliarse de una silla de ruedas cuando quiere desplazarse, pero mantiene una mirada poderosa y una lucidez envidiable.
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Madre Lucita es la última entre las carmelitas que más convivieron con Monseñor Romero. Falleció ya la hermana Virginia, la cocinera conocedora de un sinfín de remedios caseros a los que el ilustre inquilino se sometía con frecuencia. También la hermana Socorro, la principal responsable del cuidado de los enfermos; y la hermana Francisca, la que después de la homilía dominical solía llevarle un termo con té de hojas de naranjo. También murió la hermana Teresa, algo así como su secretaria y confidente ocasional, dicen que la más cercana, la que tantas veces tuvo que soportar la tosquedad de Monseñor Romero.
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