Rivera Damas: La voz del diálogo
21 de Junio de 2015 a la(s) 6:0 - Un perfil de Moisés Alvarado
Arturo Rivera y Damas se sentó en la silla del Arzobispado de San Salvador tras el asesinato de Monseñor Romero. A pesar de un estilo reposado, fue capaz de sembrar el diálogo entre los dos bandos de una guerra fratricida sin abandonar la idea de que “los derechos humanos no son negociables”. Ahora su huella parece estar en el olvido.
L a muerte sorprendió a Arturo Rivera y Damas la madrugada del 26 de noviembre de 1994. Vino callada, en una cama de hospital y, según el informe médico, por “un infarto agudo del miocardio”. En la corta agonía (los malestares comenzaron a las 2; todo terminó a las 4) el arzobispo de San Salvador fue acompañado por los suyos.
En la víspera hizo lo acostumbrado: tras cenar, jugó un partido de ping pong y rezó el rosario. Su auxiliar, Gregorio Rosa Chávez, asegura que esa noche también habló largamente sobre su confianza en que el proceso de beatificación de Monseñor Romero, que Rivera mismo había iniciado unos meses antes, llegaría a buen término antes de 2000.
Al siguiente día, su deceso ocupó los espacios principales en los medios de comunicación del país, y funcionarios de los tres órganos del Estado y de todas las ideologías políticas manifestaron “deberle el favor de iniciar el fin del conflicto bélico”, como mediador del diálogo entre los gobiernos nacionales (de Napoleón Duarte y Alfredo Cristiani) y el FMLN.
Wálter Araujo, en ese entonces diputado por Arena, comentó que esperaba que su muerte sirviera “para un reencuentro con nuestros valores internos” e impulsara “a la reflexión y a la concordia”. Aronette de Zamora, magistrada de la Corte Suprema de Justicia, lo reconoció como un hombre “que luchó incansablemente por el respeto a los derechos humanos” y exaltó sus esfuerzos por “demandar el cumplimiento de los Acuerdos de Paz aún pendientes” (LA PRENSA GRÁFICA, 27 noviembre de 1994).
En 2015, ¿qué significa el nombre Arturo Rivera y Damas para el pueblo salvadoreño? Hace unos días volvió a ser de dominio público. Sin embargo, fue a consecuencia de un error, que se volvió un chiste, cuando el presidente Salvador Sánchez Cerén confundió su nombre con el de Monseñor Romero, que estaba a punto de convertirse en el primer beato salvadoreño. Su legado no puede ser reducido a un desafortunado incidente. ¿Qué hay, entonces, detrás del arzobispo?
Una breve reseña de la vida de Arturo Rivera y Damas contaría que nació en San Esteban Catarina, San Vicente, el 30 de septiembre de 1923, hijo de Joaquín Rivera y Ester Damas. Que tuvo siete hermanos y que hizo sus estudios sacerdotales con los salesianos. Que estudió derecho canónico en la Universidad Pontificia de Turín, Italia, y fue ordenado sacerdote en septiembre de 1953 por Luis Chávez y González, del que sería auxiliar en el Arzobispado de San Salvador de 1960 a 1977. También que fue obispo de Santiago de María desde esa fecha hasta 1980, para ser nombrado administrador apostólico de la Arquidiócesis de San Salvador y, después, arzobispo, el 28 de febrero de 1983.
Para hablar de su verdadera trascendencia, sin embargo, hay que ir un poco más despacio y concentrarse en la década más difícil de su vida, precisamente cuando tomó las riendas de la más alta autoridad de la Iglesia católica en El Salvador. Era la guerra, y dos bandos peleaban por el poder, con un alto tributo de sangre civil.
Su trabajo es poco reconocido en el país, pero ha sido objeto de tesis doctorales en el extranjero, como la realizada por la alemana Ulrike Purrer Guardado, que muy pronto se publicará en español por UCA Editores. En esta, la europea califica a Rivera como un “artesano de la paz”, pues desde sus primeras homilías como administrador apostólico llamó a un cese al fuego y a una resolución de los conflictos por la vía pacífica.
Fue mediador entre el gobierno de Napoleón Duarte y el FMLN en el primer diálogo celebrado en La Palma, Chalatenango, en octubre de 1984. No faltó en los siguientes e, incluso, en 1988 convocó a un debate nacional, realizado con apoyo técnico de la UCA, en el que se unió a la mayoría de fuerzas activas del país para generar un documento con 100 propuestas para la paz que, a la postre, no sería utilizado (LA PRENSA GRÁFICA, 5 de septiembre de 1988). Su lucha también la hizo a través de sus discursos, casi como un periodista, pues se valía de las estadísticas.
“Las personas asesinadas en el año de 1981 hasta el mes de noviembre, inclusive, sumaban 11,723, lanzando un promedio de 1,066 asesinados por mes. Las edades oscilan entre los 16 y los 30 años y en su mayoría son campesinos. Nos referimos a aquellos que no son combatientes”, dice en una parte de su homilía del primer domingo de 1982, justo después de las fiestas de Navidad.
La desmesura era evidente hasta en los números. El diálogo era la única salida. En ese sentido, también pedía un mayor compromiso de parte del resto de salvadoreños que no eran afectados directamente por el conflicto para terminar con la pesadilla.
En la víspera hizo lo acostumbrado: tras cenar, jugó un partido de ping pong y rezó el rosario. Su auxiliar, Gregorio Rosa Chávez, asegura que esa noche también habló largamente sobre su confianza en que el proceso de beatificación de Monseñor Romero, que Rivera mismo había iniciado unos meses antes, llegaría a buen término antes de 2000.
Al siguiente día, su deceso ocupó los espacios principales en los medios de comunicación del país, y funcionarios de los tres órganos del Estado y de todas las ideologías políticas manifestaron “deberle el favor de iniciar el fin del conflicto bélico”, como mediador del diálogo entre los gobiernos nacionales (de Napoleón Duarte y Alfredo Cristiani) y el FMLN.
Wálter Araujo, en ese entonces diputado por Arena, comentó que esperaba que su muerte sirviera “para un reencuentro con nuestros valores internos” e impulsara “a la reflexión y a la concordia”. Aronette de Zamora, magistrada de la Corte Suprema de Justicia, lo reconoció como un hombre “que luchó incansablemente por el respeto a los derechos humanos” y exaltó sus esfuerzos por “demandar el cumplimiento de los Acuerdos de Paz aún pendientes” (LA PRENSA GRÁFICA, 27 noviembre de 1994).
En 2015, ¿qué significa el nombre Arturo Rivera y Damas para el pueblo salvadoreño? Hace unos días volvió a ser de dominio público. Sin embargo, fue a consecuencia de un error, que se volvió un chiste, cuando el presidente Salvador Sánchez Cerén confundió su nombre con el de Monseñor Romero, que estaba a punto de convertirse en el primer beato salvadoreño. Su legado no puede ser reducido a un desafortunado incidente. ¿Qué hay, entonces, detrás del arzobispo?
Una breve reseña de la vida de Arturo Rivera y Damas contaría que nació en San Esteban Catarina, San Vicente, el 30 de septiembre de 1923, hijo de Joaquín Rivera y Ester Damas. Que tuvo siete hermanos y que hizo sus estudios sacerdotales con los salesianos. Que estudió derecho canónico en la Universidad Pontificia de Turín, Italia, y fue ordenado sacerdote en septiembre de 1953 por Luis Chávez y González, del que sería auxiliar en el Arzobispado de San Salvador de 1960 a 1977. También que fue obispo de Santiago de María desde esa fecha hasta 1980, para ser nombrado administrador apostólico de la Arquidiócesis de San Salvador y, después, arzobispo, el 28 de febrero de 1983.
Para hablar de su verdadera trascendencia, sin embargo, hay que ir un poco más despacio y concentrarse en la década más difícil de su vida, precisamente cuando tomó las riendas de la más alta autoridad de la Iglesia católica en El Salvador. Era la guerra, y dos bandos peleaban por el poder, con un alto tributo de sangre civil.
Su trabajo es poco reconocido en el país, pero ha sido objeto de tesis doctorales en el extranjero, como la realizada por la alemana Ulrike Purrer Guardado, que muy pronto se publicará en español por UCA Editores. En esta, la europea califica a Rivera como un “artesano de la paz”, pues desde sus primeras homilías como administrador apostólico llamó a un cese al fuego y a una resolución de los conflictos por la vía pacífica.
Fue mediador entre el gobierno de Napoleón Duarte y el FMLN en el primer diálogo celebrado en La Palma, Chalatenango, en octubre de 1984. No faltó en los siguientes e, incluso, en 1988 convocó a un debate nacional, realizado con apoyo técnico de la UCA, en el que se unió a la mayoría de fuerzas activas del país para generar un documento con 100 propuestas para la paz que, a la postre, no sería utilizado (LA PRENSA GRÁFICA, 5 de septiembre de 1988). Su lucha también la hizo a través de sus discursos, casi como un periodista, pues se valía de las estadísticas.
“Las personas asesinadas en el año de 1981 hasta el mes de noviembre, inclusive, sumaban 11,723, lanzando un promedio de 1,066 asesinados por mes. Las edades oscilan entre los 16 y los 30 años y en su mayoría son campesinos. Nos referimos a aquellos que no son combatientes”, dice en una parte de su homilía del primer domingo de 1982, justo después de las fiestas de Navidad.
La desmesura era evidente hasta en los números. El diálogo era la única salida. En ese sentido, también pedía un mayor compromiso de parte del resto de salvadoreños que no eran afectados directamente por el conflicto para terminar con la pesadilla.
“Creo que todos hemos hecho una experiencia dolorosa en estos cinco años de violencia armada: en un principio nos impresionaba el irrespeto a la vida... después nos fuimos volviendo insensibles, reaccionando solo cuando algún amigo o pariente próximo había sido víctima... cuánto más deberíamos impresionarnos por los asesinatos, pues la violencia crece como un remolino y arrastra tras de sí a muchos inocentes. Si no lo hacemos, estamos contribuyendo a que la muerte siga su danza macabra, mientras nosotros seguimos de espaldas al dolor fraterno repitiendo la excusa de Caín: ‘¿Acaso soy guardián de mi hermano?’”, afirmó en una de sus cartas, publicada en el semanario Orientación, el 10 de marzo de 1985. Un mensaje que parecería escrito para nuestros días.
Además de esta labor de concientización y denuncia, Purrer Guardado y sus allegados durante la época del conflicto identifican otros dos grandes ejes de acción en la labor de Rivera: el respeto de los derechos humanos y una actividad social enfocada sobre todo en los desplazados.
El primero lo realizó gracias a Tutela Legal del Arzobispado, creada por un decreto canónico como una continuación de Socorro Jurídico, iniciado por Monseñor Romero. Sin embargo, la institución impulsada por Rivera era la primera que pertenecía por entero a la Iglesia, pues la anterior era una iniciativa privada apoyada por el arzobispo.
Allí lo acompañó desde 1989 Ovidio González, quien actualmente está al frente de Tutela Legal María Julia Hernández, entidad que tomó el testigo tras el cierre de la original por el actual arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar, en 2013.
Lo primero que recuerda González de Rivera es su imponente presencia. Con casi 1.90 de estatura y un cuerpo robusto, parecía infundir autoridad con solo ocupar un espacio. Sus interacciones con el arzobispo se dieron cuando tenía que sustituir a María Julia Hernández (principal representante de la institución, fallecida en 2007) en la entrega de los informes semanales. Era, según González, poco dado a la plática personal, pero mostraba un riguroso interés por los textos. Ante cada dato, había una pregunta, que ayudaba a precisar aún más la información.
Otra de sus virtudes fue lograr credibilidad con ambas partes del conflicto, a través de un comportamiento objetivo. Nunca perdió de vista las violaciones a derechos humanos cometidas por grupos paramilitares o del Ejército, pero tampoco calló lo realizado por la insurgencia. Para muestra de lo anterior, existe un pasaje que involucra a la excomandante guerrillera Nidia Díaz.
Según comenta la ahora diputada, Rivera abogó, a través del trabajo de Tutela Legal, por el respeto a su integridad y la de su familia cuando fue capturada en abril de 1985 por miembros de la Fuerza Armada. Ese mismo año, sin embargo, también condenó la masacre ocurrida en la Zona Rosa, donde miembros del Partido Revolucionario de Trabajadores de Centroamérica (PRTC), una de las organizaciones del FMLN, abrieron fuego contra un grupo de infantes de marina de Los Estados Unidos (y que esta semana cumplió 30 años). El ataque terminó con la vida de nueve civiles.
Rivera catalogó de irresponsable la actitud de la insurgencia: esta aseguró que no tenía la culpa en la muerte de las víctimas no militares, pues las atribuyeron a los cuerpos de seguridad.
—Recuerdo esa homilía, en ese momento yo estaba capturada, y él denunció justamente esos errores que cometió nuestra organización –afirmó Díaz.
Lo mismo ocurrió con las ejecuciones extrajudiciales por parte de la guerrilla, en 1988, de varios alcaldes pertenecientes al PDC, como José Alberto López (Guatajiagua) y José Ulises Hernández (Nueva Granada, Usulután), que están incluidas en el Informe de la Comisión de la Verdad; o con el asesinato de cuatro campesinos, el 14 de octubre, en el cantón Tres Ceibas, Apopa, quienes fueron acusados de colaborar con las fuerzas de seguridad del Estado.
Por eso, Tutela Legal recibía informes de las acciones de ambos lados del conflicto. Del Ejército, incluso, logró que sus miembros fueran tratados como los de Cruz Roja Internacional, con acceso a las cárceles para ver a detenidos políticos. En contraposición, María Julia Hernández viajaba habitualmente a México para reunirse con los representantes del FDR, brazo político de la insurgencia, para obtener la información requerida. La institución, por otro lado, fue la responsable de que se supieran hechos que, de otra manera, no sería posible conocer, como la masacre de El Mozote.
Paula Figueroa, quien trabajó para el Arzobispado desde 1980 hasta 2009, puede dar cuenta de la parte social. Su cercanía con el sacerdote, más que todo, se debió a los informes de medios de comunicación que presentaba al religioso para la confección de sus homilías. Sin embargo, dice, en su tiempo cada empleado se sentía parte de algo más grande.
Paula habla de los centros para refugiados que se abrieron en todo el territorio nacional, de los que, incluso, formó parte el seminario San José de la Montaña. También de su trabajo diplomático por los salvadoreños que ya estaban en el exterior por causa de la guerra. O sus esfuerzos por hacer visible el dolor del conflicto ante el Vaticano.
La muerte de Rivera, apunta Paula, frenó los sueños que tenía el arzobispo tras los Acuerdos de Paz, con un programa de reconciliación, del que se realizaron algunos talleres para miembros de la Iglesia. Explica que tenían tres componentes. El primero era el espiritual, al que acompañaba una fase de ayuda material. Sin embargo, el más importante era el tercero, enfocado en sanar la parte psicosocial de las víctimas de la guerra, curar verdaderamente las heridas del conflicto.
—La idea de él era que el país se tenía que llenar de psicólogos, de sociólogos. Lo que vivimos no es normal, vimos tanta muerte, y él comprendía que eso deja una huella... ese esfuerzo debió hacerse. El país que tenemos ahora es consecuencia de esa ausencia –asegura Paula.
El ruido de sirenas de ambulancia, pitos de carros y desorden de la alameda Juan Pablo II se mezcla con la espera dentro de la parroquia San Francisco. Gregorio Rosa Chávez, arzobispo auxiliar de San Salvador, desciende de sus aposentos y se sienta a una mesa de vidrio, coronada por un busto (que parece de bronce) de Monseñor Romero.
Vestido de negro, con ademanes en extremo calculados (ambas manos sobre una de las rodillas), parece la seriedad hecha persona. Sin embargo, muchas sonrisas (levísimas, casi imperceptibles) se le escaparán mientras hable de Arturo Rivera y Damas, a quien acompañó durante sus 11 años de arzobispado, enmarcados en, quizá, el período más complicado de la historia del país.
En los hombros de Rivera estaba un reto mayúsculo: comandar la Iglesia católica después del asesinato de Óscar Romero. Un atentado contra su vida era una probabilidad que poco tenía de descabellada. Rosa explica que, sin embargo, tomaba los riesgos con naturalidad, sin dramatizarlos, pues estaba consciente de que “eran parte de su misión”.
Esa misma serenidad, que era una de las marcas de su personalidad, no parecía tan apetecible para algunos que estuvieron cerca de su predecesor, caracterizado por un discurso lleno de energía, en el que la denuncia social convivía con el más agudo análisis del evangelio. Uno de ellos fue el vicario general de Romero, Ricardo Urioste. Algo curioso, pues, según el mismo Ricardo lo comentará días después, la certidumbre de que Rivera y Damas se convertiría en arzobispo le había servido de consuelo tras el asesinato de Romero.
—Al siguiente día de su primera homilía en Catedral, llegamos con Urioste al Arzobispado. Estaba muy molesto. Comentó “a este hombre no le duelen los muertos, porque dijo ‘hoy hubo tantas víctimas’ como quien da una clase de matemáticas”. Él esperaba la vehemencia de Romero en los labios de Rivera, pero él fue él mismo –asegura Rosa Chávez.
Los ruidos de la calle se van haciendo cada vez más fuertes. De repente, es posible que en este recinto cerrado se cuele una conversación sostenida a altas voces. Rosa Chávez sugiere moverse de lugar e ir a uno más callado. Allí, múltiples cuadros de Romero decoran las paredes. Uno de los más llamativos es el que, según el sacerdote, pintó un reo sordomudo. Rivera, por su parte, ocupa solo una de las figuras, a la que muestra especial cariño.
El estilo particular de Rivera no era del agrado de todos. Era un hombre que respetaba hasta el límite la rutina. Rosa Chávez recuerda una ocasión en que lo visitaron representantes del Comité de Madres de Presos y Desaparecidos, a las que dejó esperando, pues era hora del almuerzo. Su hablar pausado no parecía el de un hombre capaz de denunciar. Pero siempre dejaría clara su autoridad.
—Se me viene a la mente una escena. Rivera acostumbraba, en las reuniones, dormitar, aunque siempre estaba pendiente de todo. Una vez, una religiosa comentó, sobre un hecho concreto: “Monseñor Romero habría reaccionado de esta manera”. Inmediatamente se despertó, dio un golpe en la mesa y dijo: “Pero ahora yo soy el arzobispo” –afirma Rosa.
El religioso rememora, ahora, la composición de las homilías del domingo cada noche de sábado. Juntos realizaban la parte que ocupaba el final, que denominaban “los hechos de la semana”. Otra diferencia con Romero: mientras Rivera ordenaba las denuncias solo en este espacio y las mencionaba de forma sistematizada, el beato las ensartaba en el resto de su discurso. Por eso, sus intervenciones podían pasar de una hora. Las de Rivera, en cambio, no superaban los 20 minutos.
Pero la denuncia nunca cambió, la exigencia del respeto a los derechos humanos se mantuvo en ambos personajes. Por otro lado, Tutela Legal y el resto del trabajo del Arzobispado gozaron de una alta credibilidad, por lo que Rivera fue capaz de ejercer como mediador entre ambas partes del conflicto. Otro pilar de su trabajo fue el apoyo a los desplazados por la desmesura de la guerra. Con ese panorama, surge una interrogante: ¿Es el legado de Rivera tan poderoso como el de Monseñor Romero? Rosa Chávez no tarda nada en contestar.
—La pregunta yo me la he planteado de otra manera: ¿Hubiera podido Romero llevar al país a la paz? El estilo de Rivera ayudaba mucho... Romero era más impetuoso, más vehemente, más de acción. Rivera era un hombre de reflexión. Yo, que lo acompañé en el proceso de paz, pude ver que no se daba por vencido, tenía una paciencia casi infinita para sentarse a la mesa y dialogar... era el hombre hecho para la paz –opina el religioso.
La importancia de la figura del arzobispo lleva, ahora, a cuestionarse el papel que la Iglesia ocupa en El Salvador actual. Rosa Chávez no se inmuta al mencionar que, ciertamente, la institución debería ser más protagonista. Habla sobre la paradoja del poco compromiso que alguien puede sentir en una cotidianidad de confort, a diferencia de la que vivieron junto con Rivera. También lo achaca a que los grupos que antes no tenían voz ahora cuentan con una, lo que califica como positivo. Sin embargo, los anteriores referentes en el Arzobispado lo hacen ir más allá.
—Me pregunto cómo serían Rivera y Romero en la actualidad. Me los imagino juntos, discutiendo cómo está la coyuntura, analizando a los líderes, buscando contactos con gente clave y haciendo planteamientos profundos y de fondo. Hoy harían lo mismo que en su tiempo, pero en el contexto actual. Es una lección para nosotros –comenta el sacerdote, los ojos fijos en una de tantas imágenes del beato salvadoreño.
A finales de los setenta, la alta jerarquía en El Salvador estaba, cuando menos, dividida. Así lo refleja Óscar Romero en varias páginas de su diario. En la entrada correspondiente al 3 de abril de 1978, habla de una reunión convocada por la Conferencia Episcopal de El Salvador, donde se había preparado un documento en el que acusaban al arzobispo de, entre otras cosas, tener “una predicación subversiva, violenta” y que sus “sacerdotes provocaban entre los campesinos el ambiente de violencia, por lo que no era correcto que se quejaran de los atropellos que las autoridades andaban haciendo”.
Al mismo se suscribieron casi todos los miembros de la Conferencia Episcopal, entre ellos su presidente, monseñor Pedro Aparicio. El único que no apoyó la iniciativa fue Arturo Rivera y Damas, entonces obispo de Santiago de María, quien se convertiría en el gran apoyo de Romero en su paso por el puesto más importante de la Iglesia católica salvadoreña.
Doce días antes de su fallecimiento, Romero descalificó la decisión de la Conferencia Episcopal de retirar a Rivera de su puesto como vicepresidente, aunque elogió su intervención en la reunión de obispos, al expresar ideas fieles al Concilio Vaticano II.
La relación entre ambos fue de unidad. Juntos, incluso, firmaron la tercera carta pastoral de Romero (que era la primera de Rivera), que se convirtió en la más incendiaria, pues hablaba de las maneras que tiene el cristiano para involucrarse en los movimientos sociales sin dejar su religión.
En esta defendían el derecho de cada persona para organizarse con otros por el beneficio común. Para sostener su tesis, citaron las palabras del papa Juan XXIII (1881-1963) en Mater et Magistra n. 125, donde manifestaba que era “muy conveniente que se asociaran... porque, como se ha dicho con razón, en nuestra época las voces aisladas son como voces dadas al viento”.
Sin embargo, exigían que, si nacía una vocación política, el cristiano no se valiera de su fe para lograr sus fines, “pues la Iglesia ya no tiene un rol específico en cuanto a los medios concretos que se elijan para alcanzar una sociedad más justa”. La amistad continuó después de la muerte de Romero, pues Rivera no descansó a la hora de exigir justicia.
“Como sacerdote y miembro de la Iglesia católica me siento ofendido de la persona o personas que hayan cometido ese execrable y sacrílego crimen en la persona de Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, por lo que pido que se les aplique con todo rigor la sanción que merezca el autor o autores del mismo”, expresó en su declaración ante el juez Cuarto de lo Penal de San Salvador, Ricardo Alberto Zamora Pérez, el 30 de octubre de 1985.
Nunca encontró una respuesta oficial, por lo que, según Ovidio González, quien por entonces trabajaba en Tutela Legal, expresó su hartazgo de las autoridades nacionales e inició, en 1993, con el proceso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ese mismo año, por otro lado, ya firmados los Acuerdos de Paz, fue asesinado el obispo castrense Joaquín Ramos, en un hecho que todavía no se ha aclarado. Ante las críticas por su insistencia por conocer la verdad en ambos casos, utilizó como bandera la frase: “Los derechos humanos no son negociables”, impresa en varios de sus escritos.
La CIDH condenó al Estado salvadoreño el 13 de abril de 2000 y le exigió investigar el crimen de Monseñor Romero, que continúa en la impunidad.
Lo mismo ocurrió con el proceso de canonización, para el que no halló apoyo entre su propia Conferencia Episcopal. Este lo encontraría muy lejos, en Italia, específicamente en la comunidad San Egidio, a cuyos miembros les conmovió la historia de un arzobispo asesinado en el altar.
“Monseñor Rivera nos había pedido oración y apoyo internacional... consuelo para enfrentar los demonios que debió enfrentar en el proceso... Esta fue su casa de retiro también, donde no se sintió abandonado, como a veces se sentía en su casa por quienes poco lo estimaban”, recordó este año Marco Impagliazzo, presidente de la comunidad San Egidio, en una entrevista para LA PRENSA GRÁFICA. Sus esfuerzos triunfarían el 23 de mayo de este año, cuando su amigo fue declarado beato.
La vista hace fiestas desde el parque central de San Esteban Catarina. Un cerro que pareciera tornarse púrpura, a veces verde, a veces cielo, corona la villa, con sus calles empedradas. Esta es la cuna de Arturo Rivera y Damas, serena como su andar.
Miguel Barahona saluda con toda la amplitud de su sonrisa y se muestra orgulloso de poder hablar del arzobispo que también es su paisano. En su oficina de director en el Complejo Educativo Presbítero René Valle, evoca una imagen que se le ha quedado grabada: ver llegar a Rivera con sotana montado en su caballo, cabalgando hacia los cultivos de su familia, casi como una aparición.
Con esa misma autoridad, dice, arribó en múltiples ocasiones a San Esteban Catarina en los años del conflicto armado. La villa fue una de las afectadas por las balas, por lo que la mayoría de su población rural fue desplazada por la violencia. Barahona fue uno de los refugiados.
—En tiempos de guerra vino a hacer un montón de cosas. Sobre todo, a mediar con ambos bandos, para que dejaran de reclutar a los cipotes... ayudaba de forma material y hasta jurídica, pues si alguien necesitaba algo ponía a su disposición a Tutela Legal. Ayudó a la humanización del conflicto –comenta Barahona, acólito de Rivera en varias fiestas patronales.
El director deja su tono bonachón cuando se le pregunta sobre el recuerdo del arzobispo entre los lugareños. Responde que, entre los mayores de 40 años, la memoria continúa viva, pero no pasa lo mismo con las nuevas generaciones. Hace un mea culpa, pues es el responsable de uno de los principales centros educativos de esa población.
Sugiere estirar las piernas e ir a dar una vuelta por el centro educativo. En una de las paredes, un mural recoge las figuras del beato Romero, Arturo Rivera y Damas y el sacerdote Alirio Napoleón Macías, asesinado el 4 de agosto de 1979, como parte de los ataques sistemáticos a miembros de la Iglesia católica por las fuerzas de seguridad del Estado. Como Barahona lo mencionó antes, las tres imágenes no son identificables para la población estudiantil.
En el parque espera Agustín Calderón, relacionado con la familia Rivera y Damas a través de su madre, quien trabajó para ella por 25 años. El señor, que ya pasa de los 60 años, recuerda, sin embargo, un hecho ocurrido ya en los últimos días de Rivera y Damas, cuando, en 1992, realizó el donativo de una veintena de instrumentos musicales a la comunidad. Los mismos todavía se utilizan en el centro de formación manejado por la Fundación para las Artes de San Esteban Catarina.
Ambos se mueven, ahora, hacia la casa de Gloria Navarrete, sobrina del arzobispo. Con la compañía de sus amigos, la señora deja una timidez inicial y da rienda suelta a sus recuerdos. Uno de los primeros se refiere a la masacre de los jesuitas, ocurrida el 16 de noviembre de 1989 en las instalaciones de la UCA, a las que Rivera llegó apenas tuvo noticia.
Su tío, asegura, sintió un profundo dolor, y expresó miedo de ser el siguiente. Su familia, por lo tanto, le pidió retirarse de su puesto como arzobispo, lo que no aceptó. El tiempo turbulento de la guerra hace que, quizá, Gloria solo rememore momentos como ese, en el que la vida de su pariente estuvo en peligro, como otra ocasión en Santiago de María, cuando era obispo de esa localidad y, cuenta, su ejecutor no se atrevió a matarlo. O la más dura, cuando las amenazas arreciaron tras la ofensiva “Hasta el tope”, lanzada por el FMLN en 1989.
—Gracias a Dios, eso nunca pasó. La corona del martirio no era para él –opina Gloria, segura de que la historia y el tiempo serán justos con su tío
http://www.laprensagrafica.com/2015/06/21/rivera-la-voz-del-dialogo
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