Sala Regia
Viernes 30 de octubre de 2015
Queridos hermanos en el Episcopado,
Autoridades, Sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas,
hermanos y hermanas.
Autoridades, Sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas,
hermanos y hermanas.
Buenos días. Con mucha alegría recibo hoy su visita y, al darles la más cordial bienvenida, deseo manifestarles también mi afecto por todos los hijos de la querida nación salvadoreña. Agradezco a Mons. José Luis Escobar, Presidente de la Conferencia Episcopal, sus amables palabras. A todos ustedes, muchas gracias por su presencia calurosa y entusiasta.
Los trae a Roma la alegría por el reconocimiento como beato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Pastor bueno, lleno de amor de Dios y cercano a sus hermanos que, viviendo el dinamismo de las bienaventuranzas, llegó hasta la entrega de su vida de manera violenta, mientras celebraba la Eucaristía, Sacrificio del amor supremo, sellando con su propia sangre el Evangelio que anunciaba.
Desde los inicios de la vida de la Iglesia, los cristianos, persuadidos por las palabras de Cristo, que nos recuerda que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo» (Jn 12,24), hemos tenido siempre la convicción de que la sangre de los mártires es semilla de cristianos, como dice Tertuliano. Sangre de un gran número de cristianos mártires que también hoy, de manera dramática, sigue siendo derramada en el campo del mundo, con la esperanza cierta que fructificará en una cosecha abundante de santidad, de justicia, reconciliación y amor de Dios. Pero recordemos que mártir no se nace. Es una gracia que el Señor concede, y que concierne en cierto modo a todos los bautizados. El Arzobispo Romero recordaba: «Debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el Señor no nos concede este honor... Dar la vida no significa sólo ser asesinados; dar la vida, tener el espíritu de martirio, es entregarla en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en ese silencio de la vida cotidiana; dar la vida poco a poco» (Audiencia General, 7 enero 2015).
El mártir, en efecto, no es alguien que quedó relegado en el pasado, una bonita imagen que engalana nuestros templos y que recordamos con cierta nostalgia. No, el mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos en el misterio de la comunión de los santos, y que, unido a Cristo, no se desentiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos, de nuestras angustias. En la historia reciente de ese querido país, al testimonio de Mons. Romero, se ha sumado el de otros hermanos y hermanas, como el padre Rutilio Grande, que, no temiendo perder su vida, la han ganado, y han sido constituidos intercesores de su pueblo ante el Dios Viviente, que vive por los siglos de los siglos, y tiene en sus manos las llaves de la muerte y del abismo (cf. Ap 1,18). Todos estos hermanos son un tesoro y una fundada esperanza para la Iglesia y para la sociedad salvadoreña. El impacto de su entrega se percibe todavía en nuestros días. Por la gracia del Espíritu Santo, fueron configurados con Cristo, como tantos testigos de la fe de todos los tiempos.
Queridos amigos salvadoreños, a pocas semanas del inicio el Jubileo extraordinario de la Misericordia, el ejemplo de Mons. Romero constituye para su querida nación un estímulo y una obra renovada de la proclamación del Evangelio de Jesucristo, anunciándolo de modo que lo conozcan todas las personas, para que el amor misericordioso del Divino Salvador invada el corazón y la historia de su buena gente. El santo pueblo de Dios que peregrina en el Salvador tiene aún por delante una serie de difíciles tareas, sigue necesitando, como el resto del mundo, del anuncio evangelizador que le permita testimoniar, en la comunión de la única Iglesia de Cristo, la auténtica vida cristiana, que le ayude a favorecer la promoción y el desarrollo de una nación en busca de la verdadera justicia, la auténtica paz y la reconciliación de los corazones.
En esta ocasión, con tanto afecto por cada uno de ustedes aquí presentes y por todos los salvadoreños, hago míos los sentimientos del beato Monseñor Romero, que con fundada esperanza ansiaba ver la llegada del feliz momento en el que desapareciera de El Salvador la terrible tragedia del sufrimiento de tantos de nuestros hermanos a causa del odio, la violencia y la injusticia. Que el Señor, con una lluvia de misericordia y bondad, con un torrente de gracias, convierta todos los corazones y la bella patria que les ha dado, y que lleva el nombre del Divino Salvador, se convierta en un país donde todos se sientan redimidos y hermanos, sin diferencias, porque todos somos una sola cosa en Cristo nuestro Señor (cf. Mons. Óscar Romero, homilía en Aguilares, 19 junio 1977).
Quisiera añadir algo también que quizás pasamos de largo. El martirio de Mons. Romero no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio-testimonio, sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso– fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo de oídas, he escuchado esas cosas. O sea que es lindo verlo también así: un hombre que sigue siendo mártir. Bueno, ahora ya creo que casi ninguno se atreva pero después de haber dado su vida siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias. Eso a mí me da fuerza, solo Dios sabe. Solo Dios sabe las historias de las personas y cuántas veces, a personas que ya han dado su vida o que han muerto, se las sigue lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua.
Por intercesión de Nuestra Señora de la Paz, cuya fiesta hemos celebrado hace pocos días, invoco la bendición de Dios sobre ustedes y todos los queridos hijos e hijas de esa bendita tierra.
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