miércoles, 16 de noviembre de 2016

Así saboteó la Fiscalía la investigación del asesinato de los jesuitas


Fátima Peña
Los fiscales del caso jesuitas, Sidney Blanco y Henry Campos se hicieron amigos esperando un bus. Corría 1988, Sidney Blanco era un abogado de 26 años recién graduado de la Universidad Alberto Masferrer y había sido designado como fiscal adscrito al juzgado primero de lo penal de Santa Ana. Vivía en San Salvador, así que para acudir al trabajo tenía que tomar un autobús en la terminal de Occidente y hacer cada día un trayecto de algo más de una hora. En ese viaje solía acompañarle Campos, recién nombrado fiscal adscrito al juzgado segundo de lo penal, también en Santa Ana. Henry Campos tenía un año menos que su compañero, 25, y se había graduado de derecho en la Universidad Dr. José Matías Delgado. 
La guerra civil salvadoreña ya acumulaba ocho años y decenas de miles de muertos. Peleada casi por completo en el interior del país, particularmente en zonas rurales, el conflicto parecía estancado y costaba imaginar un ganador por la vía militar. El presidente de la República era el democristiano José Napoleón Duarte, líder carismático en los 70, cuando era opositor a las dictaduras, pero al frente ahora de un gobierno débil, desgastado por la hemorragia de recursos financieros que suponía la guerra y con graves acusaciones de violaciones a derechos humanos cometidas por sus fuerzas de seguridad.
Aunque tenía el respaldo incondicional de Estados Unidos, que lo veía como un aliado en sus esfuerzos por hacer de El Salvador un muro de contención a la expansión de los intereses soviéticos y cubanos en Latinoamérica, todo apuntaba a que la elección presidencial del año siguiente no la iba a ganar el partido de Duarte. La victoria casi segura sería para Arena, un partido de derecha, vinculado al empresariado más poderoso del país y fundado en 1981 por el mayor Roberto d’Aubuissón.
Ese mismo año, tanto Blanco como Campos fueron trasladados hacia juzgados en San Salvador y San Miguel, donde también coincidieron. Era como si el azar les advirtiera que estaban predestinados a la complicidad, a tener vidas ligadas.
Hoy hablan desde posiciones muy diferentes. Desde 2009, Sidney Blanco es magistrado de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Campos es un conocido abogado particular que se desempeñó como viceministro de Seguridad Pública en los primeros años del gobierno de Mauricio Funes. Ambos son ahora catedráticos en la escuela de leyes de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), y acuden a diario al campus en el que la historia les terminó de unir en noviembre de 1989, cuando les tocó investigar como fiscales de Derechos Humanos el asesinato de Ignacio Ellacuría, otros cinco sacerdotes jesuitas, su cocinera y la hija de esta. 
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Ya antes de que estallara la guerra civil en El Salvador, las amenazas a opositores políticos y a líderes religiosos por medio de panfletos se habían vuelto usuales. Y también en los principales medios de comunicación eran habituales los señalamientos, acusaciones y descalificaciones en forma de columnas de opinión. Las amenazas, a menudo, se esgrimían prácticamente desde el anonimato, tras el telón de organizaciones cuyos patrocinadores o conductores eran desconocidos para la mayoría de la población. Esas amenazas se convertían casi siempre en ataques reales, en desapariciones, en asesinatos. Al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, la voz más fuerte en defensa de la justicia y la paz en el país, lo callaron el 24 de marzo de 1980 con un disparo en el corazón mientras celebraba misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia. Tres años antes, el 12 de marzo de 1977, ya había sido asesinado el jesuita Rutilio Grande, párroco de Aguilares.
Los años de guerra no cambiaron esa dinámica ni disiparon el riesgo. Cuando Sidney Blanco y Henry Campos se conocieron en un bus camino a Santa Ana ya un puñado de sacerdotes jesuitas se habían convertido en el blanco favorito de las acusaciones y amenazas de la ultraderecha salvadoreña. En ciertos panfletos eran frecuentes los nombres de Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Jon Sobrino y otros sacerdotes y religiosas simpatizantes de la teología de la liberación, comprometidos con comunidades eclesiales de base o que simplemente practicaban la opción preferencial por los pobres. La Iglesia que denunciaba la injusticia y la desigualdad era un enemigo que debía eliminarse, y para finales de los años 80 nadie la encarnaba en público con más fuerza que los jesuitas de la UCA.
Todos los jesuitas deberán abandonar para siempre el país antes que venza el plazo de 30 días. De no acatar nuestra orden se procederá a la ejecución inmediata.

Volante de la Unión Guerrera Blanca, 1977.
Venía de lejos. Ya el 21 de junio de 1977, tres meses después del asesinato de Rutilio Grande y bajo el gobierno militar del general Carlos Humberto Romero, un volante de la Unión Guerrera Blanca, escuadrón de la muerte, advertía:
“Parte de guerra número 6: todos los jesuitas deberán abandonar para siempre el país antes que venza el plazo de 30 días. De no acatar nuestra orden se procederá a la ejecución inmediata y sistemática de todos los jesuitas del país”.
Otro panfleto de la misma organización señalaba por esos días: “¡Jesuitas! el pueblo les hace responsables de haber cambiado la fe en Jesucristo por la fe en el marxismo”.
Las acusaciones también abundaban en las secciones de opinión de los principales periódicos del país, en una especie de concierto no oficial para proyectar una sombra de descalificación sobre los opositores al régimen o sobre cualquiera que denunciara las injusticias del sistema. En El Diario de Hoy y en La Prensa Gráfica eran frecuentes las columnas en que se manifestaba abiertamente que la teología de la liberación era la causa de la “perdición” de la Iglesia Católica salvadoreña.
El 25 de enero de 1989, 10 meses antes del asesinato de los jesuitas, El Diario de Hoy publicó un artículo de opinión firmado por Carlos Girón titulado “La perversidad con sotana”. Girón responsabilizaba a los jesuitas del surgimiento de los grupos guerrilleros y de las acciones violentas de estos: “Esas agrupaciones al servicio del comunismo internacional fueron planeadas y organizadas en las instalaciones de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y la participación activa de los principales dirigentes jesuitas de la misma, comenzando por el tristemente célebre Ignacio Ellacuría…”, decía. Girón obviaba las décadas de cierre de espacios políticos, la represión y la desigualdad que impulsaron el surgimiento de las organizaciones campesinas, obreras, estudiantiles e incluso religiosas que, eventualmente, fueron germen para los grupos guerrilleros agrupados bajo la bandera del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Para él, la violencia en El Salvador era planificada por Ellacuría y sus secuaces; la crisis político-social y la misma guerrilla las habían engendrado los jesuitas.
Publicación de El Diario de Hoy: La perversidad con sotana
Publicación de El Diario de Hoy: La perversidad con sotana
Ignacio Ellacuría era el rector de la UCA y pertenecía a una generación de jesuitas españoles que venían en su mayoría del País Vasco para suplir la carencia de vocaciones en Centroamérica. De esa misma generación eran también Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Segundo Montes. Entre los jesuitas que morirían asesinados el 16 de noviembre de 1989 estaría también el salvadoreño Joaquín López y López. Todos eran profesores, investigadores, teólogos, filósofos… Eran los fundadores mismos de la UCA, de su Instituto de Derechos Humanos, del Instituto de Opinión Pública, de Fe y Alegría, los escritores de la revista ECA, los mediadores entre la guerrilla y la Fuerza Armada, los intelectuales… Y eran los párrocos de pequeñas comunidades los fines de semana.
Muchas de estas labores que desempeñaban los jesuitas diariamente, especialmente aquellas que implicaban incidir en el debate público, les ponían desde hace años en riesgo a ellos y a la UCA misma. A pesar de eso, las mantuvieron. Ellacuría, un hombre de fuerte temperamento, llegó a calificar en un artículo al mayor Roberto d’Aubuisson, fundador de Arena, vinculado a los escuadrones de la muerte y considerado autor intelectual del asesinato de monseñor Romero, como un “Hitler de bolsillo”. Pero incluso él, osado en tiempos en que ser crítico del poder político y militar podía costar la vida, albergaba un sentido de prudencia.
”Nosotros conocemos trabajos de este menor D’Aubuisson hechos para escalar puestos en la milicia, que demuestran un índice mental bajísimo y una información pésima. Sus esquemas Made in Medrano (en referencia al general José Alberto “Chele” Medrano, ex jefe de la Agencia Nacional de Servicios de Inteligencia), tan amigo de poner en el pizarrón de su casa sus brillantísimas ocurrencias, son de carcajada, son de nivel primario”, escribió Ellacuría el 15 de febrero de 1979 en un artículo para la radio del arzobispado YSAX.
No firmó, eso sí, el texto con su nombre, sino con iniciales que protegieron su anonimato.
Artículo para la radio del arzobispado
Artículo para la radio del arzobispado YSAX, 15 de febrero de 1979,
Aun así, un año después de aquella diatriba contra D’Aubuisson, Ellacuría optó por autoexiliarse. No estaba en el país cuando, en 1981, la Liga Anticomunista Salvadoreña difundió un panfleto cuyo contenido responsabilizaba a los jesuitas de El Salvador de “haber cambiado la fe en Jesucristo por la fe en el marxismo” y llamaba a la población a ejercer la vigilancia sobre los jesuitas de la UCA y del Externado San José y sobre las monjas de la Sagrada Familia y del Sagrado Corazón. Tras un año de exilio en el que colaboró con su maestro, el filósofo Xavier Zubiri, Ellacuría regresó a El Salvador en abril de 1982 para continuar con sus labores como rector de la UCA.
Eran años de inestabilidad. En mayo de 1982 el abogado Álvaro Magaña asumió la presidencia de la República y puso fin a dos años y medio de juntas cívico-militares nacidas del golpe de Estado de octubre de 1979. Magaña convocó a una asamblea constituyente que redactó y aprobó una nueva Constitución en 1983 y convocó a la primera elección presidencial relativamente libre en décadas. La ganó José Napoleón Duarte.
En septiembre de 1986, el partido Arena, fundado en 1981 por Roberto d’Aubuisson, lanzó una campaña para pedir que el gobierno de Duarte despojara a Ignacio Ellacuría de su ciudadanía salvadoreña, con el pretexto de que la Constitución de El Salvador prohíbe que los extranjeros intervengan en política. A la derecha le incomodaba tanto Ellacuría que solicitó a la Asamblea Legislativa la creación de una comisión que investigara las actividades en las que participaba el sacerdote jesuita. Esa hostilidad no amainó en los años siguientes, a pesar de que Ellacuría creyó que la llegada del presidente Alfredo Cristiani en marzo de 1989 traería mejores tiempos para El Salvador.
Cristiani, un millonario de corte moderado llamado a templar ideológicamente a Arena, heredó un país ahogado en la guerra y un gobierno en el que aún se imponían quienes aspiraban a aniquilar a la guerrilla y a cualquier disidencia para lograr la paz. Seis semanas después de que ganara las elecciones, el 28 de abril de 1989, explotaron tres bombas en la imprenta de la UCA. Cristiani asumió la presidencia el 1 de junio y el 22 de julio la imprenta de la UCA volvió a ser atacada con cuatro bombas. 
“Sería irracional que me matasen…”.

Ignacio Ellacuría, noviembre de 1989.
Esos ataques y amenazas eran la enfermiza rutina de los jesuitas. A eso, a asumir los riesgos de su labor pastoral, les movía tanto su general, el padre Arrupe, como el Concilio Vaticano II y Medellín, que también marcaron la línea pastoral de monseñor Romero y de la comunidades eclesiales de base durante los años 70 y 80. “Sería tan irracional que me matasen…”, dijo Ellacuría en Barcelona aquel noviembre de 1989, pocos días antes de regresar a El Salvador y ser asesinado. El miércoles 6 había recibido en Barcelona el premio Alfonso Comín, concedido a él y a la UCA, por su lucha por la justicia en El Salvador.
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El sábado 11 de noviembre de 1989 la capital amaneció, como los años anteriores, cargada de rutina y casi ajena a la guerra. Pero durante los días previos la guerrilla había trasladado silenciosamente hombres y pertrechos desde el monte hacia los contornos de San Salvador. En la noche comenzaron a sonar en la periferia del Área Metropolitana detonaciones de todo tipo. La incursión guerrillera, bautizada con optimismo “Ofensiva hasta el tope”, tomó por sorpresa a las fuerzas del gobierno y en pocas horas los combates invadieron por primera vez los populosos barrios de la capital, incluso los más adinerados. Tal vez con la excepción de la toma de algunos cuarteles en ciudades pequeñas los años previos, esta sería la más osada operación militar de la guerrilla en toda la guerra civil. Y la que pondría en mayores aprietos a los militares y al gobierno.
Al saber lo que sucedía en El Salvador, Ellacuría decidió acortar su estancia en Barcelona y regresó el miércoles 13. Esa misma noche, un comando militar del Batallón Atlacatl realizó un cateo en la UCA. La justificación la dieron los mismos militares, según consta en el expediente judicial sobre el asesinato de los jesuitas: soldados destacados en las inmediaciones de la universidad dijeron haber sido “amedrentados” (sic) por “delincuentes/terroristas” que se encontraban dentro del campus. Al finalizar el cateo, los soldados informaron al Estado Mayor que no habían encontrado ni guerrilleros ni armas en el interior de la UCA. Entre esos soldados estaban seis de los que tres días después participarían en el asesinato de los sacerdotes jesuitas y de Elba y Celina: José Ricardo Espinoza Guerra, Gonzalo Guevara Cerritos, Antonio Ramiro Ávalos Vargas, Tomás Zarpate Castillo, Jorge Alberto Sierra y Mariano Amaya Grimaldi.
La noche del 15 de noviembre se produjo una reunión en la sede del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada, situado a menos de un kilómetro de la UCA. El jefe del Estado Mayor era el coronel René Emilio Ponce. En esa reunión, según el informe de la Comisión de la Verdad, Ponce dio la orden de asesinar a Ignacio Ellacuría. En una entrevista concedida a El Faro en 2011 el coronel Camilo Hernández, entonces segundo al mando en la Escuela Militar, narró que aquella misma noche el entonces director de la Escuela, el coronel Guillermo Alfredo Benavides, juntó a los oficiales a su cargo para anunciarlas las instrucciones que había recibido. Hernández asegura que él se negó a dar la orden de proceder con el asesinato del rector de la UCA, pero admite que él personalmente dio a los soldados del Batallón Atlacatl el rifle AK47 con que debían asesinar a  Ellacuría. Recuerda que la instrucción era precisa: no debían quedar testigos. Y que cuando el coronel Benavides preguntó a sus oficiales si alguien estaba en desacuerdo con la misión todos guardaron silencio.
En la madrugada del 16 de noviembre, se ejecutó la misión. Soldados asesinaron a Ellacuría y otros cinco jesuitas, a la empleada doméstica de los sacerdotes y a la hija de esta.
http://casojesuitas.elfaro.net/

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