jueves, 26 de noviembre de 2009

El pueblo de los irreductibles

Hace 23 años, el 20 de junio de 1986, una romería de harapientos salió de los montes, muertos de hambre, perseguidos, a buscar entre la maleza las ruinas de lo que quedó después de la gran destrucción. No había nada. Tal vez oculto en la breña un pedazo de un muro. O el agujero hondo de la explosión de una bomba. Vieron que no había nada, que había que hacerlo todo. Y decidieron quedarse.

Carlos Martínez

En 1981, el ejército lanzó una ofensiva que buscó aplastar a las bases de la guerrilla. El operativo era parte de una política titulada con un nombre que dejaba pocas dudas: “tierra arrasada”. Y de los pueblos del norte de Chalatenango quedaron solo escombros. Sus habitantes huyeron al monte, a esconderse. Y así pasaron cinco años de éxodo, jugándole la vuelta a la muerte, aprendiendo a comer semillas, moviéndose de un lado a otro. Hasta que el arzobispo monseñor Arturo Rivera y Damas organizó el retorno: propuso que los exiliados de todos los caseríos de la zona se juntaran y refundaran juntos un pueblo. Él mismo envió a algunos representantes para que acompañaran el proceso: tres monjas salvadoreñas y una española. Y así, de a poco, de entre los escombros apareció San José Las Flores y en él vivieron las gentes que lo reencontraron, y sus hijos, y los hijos de sus hijos... Resistieron la guerra y sus horrores y resistieron una paz que no era como se imaginaban.

Todos los años recuerdan aquel hecho fundacional, todos los años los viejos cuentan la historia, para que no se olvide, para que se herede. Cada vez que el pueblo se siente amenazado, recuerda que alguna vez, sus padres, o sus abuelos, eran gente que huyó por los montes hasta que decidieron llamarle hogar a este pedazo de tierra, y lo cuidaron, muchas veces, con la vida. Ahora San José Las Flores vuelve a estar rodeado. Es único en medio de un país que padece una epidemia galopante de homicidios. Los hijos de aquel éxodo se aferran a la historia, “al sueño”, dicen, de aquellos que bajaron de los cerros.

Los vigilantes y su sopa

Están los tres como brujas alrededor de su caldero. Tiran una ramita de esto y aprueban, una pizca de aquello y se alegran; revuelven todo y miran el efecto. Sumergen los rostros en el humo de su creación y se susurran consejos. Se distraen apenas un momento cuando toco la puerta -que está abierta- y el único que tiene las botas puestas se separa del grupo. Estoy en la delegación de policía de San José Las Flores.

Lleva su uniforme azul y el ruedo de su pantalón metido dentro de las botas, pero no va armado. No lleva ni una porra para apalearme si resultara yo un malhechor. Ya estoy dentro de la delegación cuando sale del traspatio y pasa a la “recepción”. Si de hecho fuera yo un pillo y le saltara al cuello, los refuerzos tendrían que calzarse, porque sus dos compañeros van en yinas y con camisetas de equipo de fútbol. Por supuesto, tampoco traen encima ni una piedra que lanzarme. El único agente vestido de agente se excusa. Él es nuevo, dice, y será mejor que hable con alguno de los cocineros.

Se miran a los ojos un segundo. ¿Quién saldrá? El que tiene la paleta para mover la sopa acelera el remolino, evidenciando su función trascendental. El otro se queda sin argumentos y sale con una camiseta roja -recuerdo de algún torneo de fútbol- y sus yinas. El agente Douglas Lemus toma posesión del único escritorio que existe en la delegación, se coloca frente a la máquina de escribir y adopta pose de funcionario.

-Aquí siempre tiene que haber alguien para cuidar la delegación.
-Así veo. ¿Pero hay alguien ahorita patrullando algún lugar?
-No, ahorita no.

La delegación está compuesta por seis agentes y un cabo, que trabajan en dos turnos diarios. De forma que eso reduce el número de agentes a la mitad. Trabajan seis días y descansan tres. Eso reduce las disponibilidades. Ahora, por ejemplo, no está el cabo. Viéndolos así, cualquiera dudaría, pero sí, sí tienen una pistola para cada uno... y uniformes completos. No disponen ni de carros, ni de motos, ni de caballos. Sólo de cuatro bicicletas que están todas arruinadas. Tienen un radio, sí, pero sólo la base, de forma que si a algún agente se le ocurre salir a patrullar, no puede pedir refuerzos si no tiene saldo en su celular y esa computadora que está en la esquina no es de la delegación, sino de uno de ellos. Le pido al agente Lemus que me muestre los libros de novedades y él pone sobre el escritorio un gran libro con anotaciones, mientras mira de reojo al caldero.

-¿Cuál fue el último caso en el que tuvieron que intervenir?
-Estos son los delit... discúlpeme. ¡Hey, se te olvidó ponerle...!

Se levanta de un brinco y corre hacia el interior de la delegación. Revisa las bolsas de su camisa de policía que está colgada sobre un mueble y extrae unos tesoros que pasa arrojando dentro de la pócima. “Je, je, je... es que a este se le había olvidado lo más importante: ¡el consomé!” Ahora sí comienza a hojear el libro.

En lo que va del año, esta fuerza policial ha realizado cinco “operativos” en San José Las Flores. Así es como el agente Lemus prefiere decirlo. En realidad se trata de cinco detenciones. En todo el año. Los delitos constan en este libro: el último reporte cuenta la historia de un hombre que, desesperado, tomó una motosierra y cortó... el cerco de un vecino. “Daños y desobediencia”. Otro señor se pasó de copas y los vecinos protestaron. “Perturbaciones”. Las vacas de un señor aplastaron un cerco y le comieron varias matas de maicillo a otro. “Daños”. Un hombre que no era del pueblo portaba un arma que no estaba registrada. “Tenencia y portación de arma de fuego”. Se presumía que alguien había asaltado a unas personas que iban de paso. El tipo fue absuelto. “Robo”. Fin de la historia. Nada más que contar. El agente Lemus cierra el libro y nos ponemos a conversar sobre la noche anterior, cuando él casi suma sexto y séptimo arrestados: con el fotógrafo y conmigo.

Desde hace algún tiempo un grupo de muchachos tiene inquieta a la comunidad: se visten con ropas flojas, usan pañuelos en la cabeza, o gorras de visera recta y escuchan todo el tiempo esa música... Se reúnen en las esquinas oscuras y fuman sin parar. Alarmados, los hombres del pueblo decidieron organizarse; formaron cuadrillas, tomaron machetes y todas las noches recorren el lugar de punta a punta, husmeando entre los rincones, alumbrando las sombras, sospechando. Todos los hombres de San José Las Flores saben qué día les toca hacer guardia, pero si a alguno se le olvida, Félix, el alcalde, manda gente a sus casas a recordárselos, cuando no va él mismo. Anoche se reunieron unos ocho tipos frente al puesto de policía. El alcalde les repartió radios y las rutas de patrullaje y todos asumieron la misión con mística marcial.

Los jóvenes de pañuelos en la cabeza estaban en aquella esquina oscura, fumando y oyendo hip-hop en los parlantes de un teléfono celular. Pusieron cara de expectación cuando vieron llegar al grupo de patrulleros, entre ellos el alcalde Félix.

-¡Hola, muchachos!
-¡Hola, don Félix!
-Deberían irse a dormir ya, que mañana tienen que trabajar.
-Sí, sí, si a nosotros no nos gusta desvelarnos.

Félix les dio una palmada a cada uno y se despidió riendo. Cuando se había alejado una cuadra, con su grupo de hombres, dos policías pasaron también saludando a los muchachos, solo que con maneras un tanto menos amistosas. Los cuatro jóvenes tenían las manos sobre la nuca y las piernas separadas, mientras un agente los revisaba de pies a cabeza. Cuanto terminaron con los muchachos siguieron con el fotógrafo de esta historia y luego conmigo. El agente Lemus me hizo abrir el vehículo para realizarle una inspección, hasta que Félix llegó al rescate. “Es que no los conocíamos”, explicó el policía. En este lugar, lo desconocido es materia de sospecha.

Los vigilantes particulares recorren las calles del pueblo buscando algo, sin saber bien qué. Algunas veces, los agentes policiales de turno acompañan algunos tramos del recorrido, algunas veces no. Algunas noches, asegura Félix, incluso montan retenes para detener y revisar los vehículos que atraviesen el municipio. Algunas veces con los policías y otras no. ¿Si tienen derecho a hacerlo? Depende: el agente Lemus cree que no. Y a llos les importa poco lo que piense el agente Lemus.

El pueblo entero cayó en un letargo sincronizado, las puertas se habían comenzado a cerrar hacía algún tiempo. Parecía noche profunda, aunque no eran ni las 10. Los muchachos de la esquina desaparecieron y en San José Las Flores sólo se escuchaban los murmullos de los patrulleros y de los perros que los advertían. Alguien llamó a mi celular para contarme que en Soyapango alguien le había quitado la vida a un colega francés. A Christian Poveda, me dijeron, le han pegado tiros en la cara y está muerto. Me pareció una noticia como venida de tan lejos, como desde El Salvador. La patrulla ya había desaparecido al doblar en un callejón. Todo estaba oscuro y en silencio.

El agente Lemus cierra el libro de novedades y pregunta con los ojos si hay algo más que me interese saber.

-¿Por qué, agente, aquí la gente no se mata? -Algo tiene que saber. Él pasó un buen tiempo destacado en la delegación policial del centro de San Salvador y algo diferente supongo que distinguirán sus ojos.
-Mire, aquí no hay maras, esos cipotes son imitadores... dicen que a veces fuman marihuana. La verdad, aquí se vive mejor. Quizá es porque esta gente ya está cansada de tanta violencia.

Misión cumplida. Sobre la pequeña hornilla de gas, la sopa parece estar ya lista.

“¿Qué tenemos para hoy, mi amor?”

Estoy sentado en la acera conversando con Mario, un campesino hippie y trovador. Un muchacho de pelo largo, capaz de recordar cada acorde de cada canción de Silvio Rodríguez. Estamos analizando la situación. Me cuenta que hace pocos días su padre fue demandado por un vecino ante el juez de paz del pueblo. Unas vacas propiedad del señor habían destrozado el cerco de otro a quien llaman Beto y le comió unas matas de maicillo. En compensación, Beto pedía 60 dólares. Una fortuna.

Al final, el demandante abandonó la causa, luego de escuchar el sermón del juez. Mario se ríe y hace una imitación frunciendo los ojos, y juntando las manos, como un cura dando misa y buscando la voz de un viejo: “Nooo, don Betillo, los animalitos no entienden de cercos y donde ven una hojita verde para ahí agarran...”. Y Mario se desternilla de la risa, celebrando su propia gracia. “Agarrá por aquel camino, ahí está el juzgado, o si no, lo vas a encontrar tomándose una coca cola en la tienda de la par. Es un maitrito así, chiquito...”

El juzgado de paz es la última casa en una de las salidas del casco urbano. La calle que pasa frente a él está tan descascarada, que hay que tener algo de imaginación para comprender que es una de las calles pavimentadas del pueblo. Los vecinos del juzgado son unas matas de huerta insertas en una breña indescifrable y una pequeña tiendita donde una señora está ahora mismo metiendo trocitos de cemita en bolsas plásticas. Sobre un refrigerador blanco hay un televisor encendido con imágenes de un hombre tatuado de la cara. En Nicaragua han agarrado al “13”, un marero salvadoreño al que las autoridades de seguridad anteriores responsabilizaban del incremento de los homicidios. La señora sigue embolsando cemita y yo paso de largo hasta la oficina que representa al poder judicial en este pueblo.

-Buenas. Quería hacer una cita con el señor juez.
-Soy yo, pase adelante.
-¿Podemos platicar ahorita?
-Claro que sí, pase, por favor, estamos a la orden.

Su señoría, Ramón Alfonso Reyes Rivas, es de una amabilidad histriónica. Pequeño pero macizo, como un tambo de gas. También descubrí que Mario, el trovador, es un excelente imitador. Es difícil encasillarlo, su estilo es una mezcla del hermano Toby con Dagoberto Gutiérrez. En su oficina hay dos grandes ventiladores, que enciende de inmediato para evitar que el calor nos aplaste. Tiene además en el juzgado algo que es realmente exótico por estos lados: un ex candidato arenero para la alcaldía del pueblo. Es su ayudante. Por supuesto, en medio del corredor rojo de Chalatenango, el tipo no obtuvo más votos que los que emitieron los cuidadores de urnas areneros y él mismo. Digamos que su participación política no le granjeó precisamente la admiración de los ciudadanos del pueblo. Ahora es un tipo más bien tímido.

-Señor juez, ando intentando averiguar por qué aquí no hay homicidios. -El hombre se echa para atrás y mira al cielo, como anunciando que va a regalarnos una reflexión.
-Ciertamente, el delito de homicidio no se da aquí y a veces yo también me hago esa pregunta... y me alegro por ello, porque es uno de los delitos más lamentables que se pueden cometer... y las familias...
-¿Pero por qué cree usted que aquí no ocurre eso?
-Mire, hay varias causas, una de ellas es el saludo. ¡El saludo es importantísimo! Y aquí la gente siempre se saluda, cuando se encuentran en una calle se saludan por su nombre.

Un año después de terminada la guerra, un hombre llamado Tomás estaba borracho y muy bien entrenado. Tomó su corvo por razones que nadie conoce y le abrió el cuello a una mujer de lado a lado, cerca de la quebrada donde la gente lleva a abrevar a las yeguas. La mató. Ese fue el último día en el que alguien de esta comunidad derramó sangre de otro ser humano y el último también en el que alguien de acá murió asesinado. Pero este caso, ocurrido en 1993, no lo juzgó el juez Reyes. Él llegó en 2002 a impartir justicia... con la ley o con su prodigioso verbo. Aconseja, recomienda, propone... A veces un problema son las vacas, por su eterno desacuerdo con los cercos y su perspectiva comunista de las matas comestibles. Entonces al juez le toca ponerle precio a cada mata y a cada mazorca para que las partes lleguen a arreglos. La extensión de los terrenos es otro problema: cuando un vecino cree que el cerco del vecino está más acá de ese árbol que toda la vida ha sido suyo... entonces van a ver al juez. Otra vez, un señor muy mayor había acusado a otro de “hurto agravado”, aunque en realidad el viejo llegó al juzgado a denunciar que un fulano se le había metido a la casa y le había “seriado” sus cosas. El juez le explicó que en primer lugar se necesitan testigos, que luego era de noche y sería difícil que él lo hubiera podido reconocer, y tercero, que no le habían robado nada. En todo el tiempo que ha estado acá, sólo ha enviado a un tipo a prisión: cuatro meses, por violencia intrafamiliar. “Violencia sicológica”, para ser precisos.

-Me da mucha satisfacción no haber tenido, hasta este día, la necesidad de enfrentarme a ese tipo de delitos...
-Pero si en las comunidades vecinas, como Guarjila y Los Ranchos, ya ha habido homicidios y ya hay clicas de maras, ¿por qué aquí no?
-Por las medidas que la misma población ha tomado y entre esas medidas están las reuniones que tienen como junta directiva y establecen un diálogo permanente entre ellos. En lo personal creo que ese es el motivo: porque todo lo arreglan de forma pacífica. Aquí ocurre esa comunicación entre la población y sus autoridades. Ahora, ¿por qué en las comunidades vecinas, como Guarjila y Los Ranchos ya pasa y aquí no?... Eso no lo sé.

Ramón Reyes no es ingenuo. Conoce más que este oasis de paz. Sabe que sus colegas en otros lugares lo pasan mal y que él es un privilegiado. Sabe que lo normal es que la gente, cuando se encuentra en una calle no se saluda por su nombre, se tienen miedo, agachan la mirada, desconfían. Él mismo vive en un lugar así. Todos los fines de semana el juez deja San José Las Flores, uno de los ocho municipios con cero homicidios que aún quedan, y va a su casa, en Soyapango, el municipio que, entre los 262 que componen El Salvador, es el tercero con más asesinatos.

-¿Y hay muchos casos que tiene que atender?
-Sí, son como dos o tres conciliatorios por semana
-Señor juez: ¿de cuánto es la mora judicial aquí?
-No hay, no existe.
-Cuando terminemos esta entrevista, ¿qué va a hacer?

Salimos de su despacho y nos encontramos con una mujer flaca que es su secretaria. Se dirige a ella, como lo hace con todas las mujeres:

-¿Qué tenemos para hoy, mi amor?
-Mmm... -vacila ella, como alistándose a hacer un inventario mental-. Nada.
-Ok. Entonces vámonos a almorzar.

El poder de Las Flores

La plaza central de San José Las Flores en el núcleo de las relaciones sociales del pueblo. Cuando cae la tarde, la cancha de baloncesto es una algarabía de niños en sus bicicletas, casino sin apuestas para los viejos y escenario del ritual de cortejo adolescente. Junto a la cancha hay un elegante quiosco circular con techo de teja, y bajo esa sombra siempre se verá a un grupo de hombres jugando a las cartas. Cuando tienen una buena mano las azotan contra la mesa, y profieren un insulto para todos y para nadie, como los machos. Alguien ha colgado una hamaca pública entre dos árboles y siempre alguno se balancea viendo jugar a los viejos y comentando la partida.

-Hola, ¿cómo está? -le dice ella, abusando de la coquetería, al muchacho que está sentado en la acera. Y él responde:
-Bien, aquí viendo pasar a las bichas bonitas.

Y ella se va feliz, premiando el ingenio con su risa.

Este zocalito también tiene al menos dos lecciones sobre este pueblo que conviene saber leer. La primera tiene que ver con el talante de su gente. Durante la mañana, la plaza es una plancha de cemento hirviente. Todo a su alrededor se mueve leeento, leeento, como intentando no llamar la atención del sol, que a esta hora del día amenaza con bajar a raptarte el juicio. Solo algunos ancianos de sombrero caben en la sombra que el mediodía permite. El quiosco está custodiado por el Che Guevara, con mirada de piedra y boina mal esculpida. A un lado de las gradas de acceso hay un león de concreto que enseña los dientes; al otro, un tigre de gesto rabioso y, un poco más atrás, una fiera que muerde más duro: un lanzador de morteros de 120 milímetros, recuerdo de alguna batalla ganada. La semiótica del lugar no es difícil de descifrar: no te metas con nosotros.

La otra lección que nos da la plaza es quién manda aquí. Alrededor de este rectángulo se congregan los poderes del pueblo: los oficiales y los otros. En uno de los lados está la iglesia del pueblo, con sus santos. Justo del lado opuesto, está la alcaldía, pintada completa rojo y blanco, con sus pilares tallados con las siglas del partido. A otro costado, el local donde sesiona la junta directiva, y muy cerca de ahí, la casa de las hermanas de la Asunción. La corte está completa.

Antes de llegar al pueblo, me comuniqué con uno de los personajes que más respeto inspira en la comunidad: la hermana María Teresa García de la Racilla, a quien todos llaman “hermana Tere”, o simplemente “la monja”. Ella ha estado aquí desde la fundación de este lugar y me advirtió que tendría que exponer mis motivos a los representantes de la comunidad para obtener su visto bueno. Así que cuando llego al pueblo me están esperando.

Comparezco ante ellos. Ahí están el alcalde, el presidente de la junta directiva y los representantes de los lisiados, los jóvenes, la iglesia, los ex combatientes, la unidad de salud, la escuela... y la hermana Teresa. Les explico que el suyo es uno de los ocho municipios que quedan en el país libres de la epidemia de la muerte y que quiero entender por qué. Se miran llenos de orgullo y comienzan a aventurar ideas: Nelson, el director de la escuela, cree que tiene que ver con prevención.

-¿Y qué entiende por prevención, Nelson? -pregunto.
-¡Qué entendemos! -me corrige-. Si escolarizas a todos los niños, la escuela genera modelos.

Emilio, el presidente de la directiva, cree que tiene que ver con la historia:

-No se ha perdido el sueño de aquellos señores que vinieron aquí en la guerra. Desde que se repobló no hemos perdido el rumbo, hay una gran organización.

Todos asienten. Nelson recuerda que los municipios vecinos, con quienes compartieron organización y penurias, ya están en problemas:

-Si estamos rodeados, en Arcatao, en Los Ranchos, en Guarjila, se matan y ya hay maras... si aquí estamos rodeados.

Félix, el alcalde, lo que tiene son dudas: los otros municipios que están en la lista de libres de homicidios no se parecen a Las Flores: no tienen ni su historia, ni su nivel de organización. ¿Será acaso posible que la clave no esté ahí? Incluso hay uno que fue cuna de ¡areneros! No tengo alma para decirle que, de hecho, la mayoría de estos ocho municipios están gobernados por la derecha. Félix enciende un cigarrillo y otro más. ¿Será que hay más de una explicación? La monja cierra el debate:

-Bueno, eso es lo que el periodista va a intentar explicar.

Cambio de tema. Bueno, señores háblenme de ustedes. San José Las Flores está habitado por 3 mil 600 personas, divididas en siete cantones y seis caseríos. Tienen un instituto y una dependencia de la UCA que forma profesores. Desde su fundación, este municipio es ciudad hermana de Cambridge, que alberga a la Universidad de Harvard. Tiene poco más de 26 kilómetros cuadrados que, una vez terminó la guerra, fueron comprados por la comunidad. Aquí todo mundo tiene un lugar donde sembrar... bueno, casi todos, pero quienes no alcanzaron a escriturar tierra, pueden recurrir a las tierras comunales. ¿Y qué vale alquilar una parcela? Se miran extrañados. “Nada”, corean, como quien responde a un hijo tonto. “Si en parte la guerra la hicimos por la usura de la tierra”, explica el alcalde. Bueno, perdón, perdón. ¿Y qué empresas hay aquí? Hay un comedor, una sastrería, una carnicería, una cooperativa ganadera, otra de abejas, una granja de pollos, un turicentro, una panadería y una lechería. ¿Y de quién son? ¡Ay, el hijo tonto! “¡De la comunidad!”, vuelven a corear. Cuando hay festividades y hay que dar de comer a todo mundo, los de las vacas dan algunas; cuando hay que repartir pollo (porque hay un día de repartir pollo), pues los de la granja lo hacen. El comedor da empleo a algunas mujeres y vende casi al costo, para que los muchachos del instituto coman bien. El turicentro da empleo a los jóvenes y divierte a la comunidad; las ganancias son para sostener a los ancianos. Les llaman “grupos asociativos” y sirven para el beneficio de todos, para dar trabajo, para estar bien. ¿Qué más? Bueno, cuando unos jóvenes se casan, la comunidad les asigna un solar para que construyan su casa; hay un día comunitario donde se regala trabajo: ya sea para arreglar un camino, o para sembrar para quienes ya no pueden sembrar. Se almacena frijol para los ancianos. Si alguien está en apuros, si está pasando necesidad, la comunidad comparte lo que tiene con el vecino en aprietos. A sus miembros más débiles, el pueblo les echa la mano. Bueno. Esta junta directiva es una muy ocupada y hay otros puntos en agenda . Me despido y Félix sigue intrigado: ¿Qué será, cuál será la respuesta?... A ver qué encuentra el periodista.

La Marita Salvatruchita

En uno de los muros del comedor, alguien -nadie sabe decir exactamente quién- ha pintado una mano con los dedos índice y meñique alzados. Parece un Mickey Mouse venido a menos, triste y flaco, si no fuera porque el pintor se encargó de hacer explícito el mensaje que quería transmitir. A la par de la garra, está escrito: “MS”.

Todo comenzó hace varios años, cuando un par de familias tuvieron que dar refuguio en el pueblo a dos muchachos extraños, amenazados por alguna organización amenazante. Eran mareros. Estos muchachos comenzaron a caminar por el pueblo, con sus ropas raras, con su andar sobrado... y a conversar con los muchachos. A la comunidad no le hizo asomo de gracia y los dos se tuvieron que ir. Pero quedaron las semillas que sembraron y estas crecieron y tuvieron curiosidad y ahora caminan por el pueblo, con sus ropas raras, con su andar sobrado.

Están bien contados: son 14. Oficialmente los llaman “jóvenes en riesgo”, pero dependiendo del ambiente, pueden ser “los mareros” y el resto de muchachos del pueblo solo los menciona como “los vagos”. Son lumpen y hay que tenerlos muy bien controlados. La comunidad ha contratado un sicólogo para ellos y ya han sido los protagonistas de varias reuniones de la directiva. Son muchachos a los que hay que componer.

Están siempre en una esquina oscura, fumando como chimeneas, prodigándose empujones e, invariablemente, escuchando hip-hop. Donde están ellos suena siempre un aparato con esa música tartamuda, aunque sea en los diminutos parlantes de un celular, aunque tengan que juntar las cabezas para poder escucharla. Es su adicción. Pero lo que Félix, el alcalde, no entiende, lo que no consigue explicarse es por qué diablos andan amarradas las cabezas. ¿Por qué bajo las gorras usan esos trapos... por qué, por qué?

-Yo sé que si les digo que se quiten esas babosadas se las quitan ahí mismo, pero no lo quiero hacer - refunfuña.

Nadie sabe decir con exactitud qué es lo que les preocupa de este grupo de muchachos, más allá de que ven en ellos un riesgo a futuro. La policía dice que fuman marihuana y que temen que, a través de ellos, se infiltre el narcomenudeo en el lugar. La hermana Teresa menciona que el pueblo ya ha tenido que suspender sus fiestas anuales, porque los chicos se enfrascan en peleas y han llegado incluso a blandir un corvo. Félix -aparte de las fachas- cree que no quieren trabajar y teme que corrompan a otros muchachos. No han asaltado nunca a nadie, jamás se les ha descubierto vendiendo droga, no han agredido a ningún habitante del pueblo... pero es que esas pintas, y se emborrachan y fuman hierba y esa jerga...

Hace un año se les dio un solar para que sembraran frijoles en colectivo, se les proporcionó la semilla, el plaguicida, el abono y se asignó a alguien que les asesorara. Produjeron una cosecha de frijol, se repartieron las ganancias y nunca más volvieron a hacerlo. Se les ha empleado para que decoren los postes del pueblo y para que pinten la alcaldía, se les ha llevado a talleres de género, de masculinidades, los contratan como peones en la alcaldía -donde se les paga lo que se paga en el pueblo, 7.50 dólares al jornal-, pero los chicos no dan señales de cambio. Al menos no las que la comunidad quiere.

Luego está Erick, el sicólogo. Él habla con los muchachos en la Casa de la Cultura, los escucha, intercede por ellos ante la junta directiva y les da “arteterapia”. Él me ha convocado ahora a la reunión con los jóvenes en riesgo. Cuando me ve caminar a la Casa de la Cultura, Mario, el trovador, me grita. “¡Aaah! ¿A ver a ese vergo de bichos vagos vas?” Y se queda riendo en una tienda. Como la garra Mickey Mouse, la escena con la que me topo, asusta y da ternura. En un enorme equipo de sonido suena a tope un popurrí de hip hop: a “Gangster Paradise” le sucede la letra de “This is for la Raza” (“… ¿y sabes qué, loco? Yo soy muy malo...”). Hay un grupo de jóvenes en el salón. Uno lleva una camisa decorada con un homeboy, fumando un puro; otro lleva una camiseta deportiva con un enorme 13 en la espalda. Todos visten tumbado, algunos llevan gorras con visera recta, apenas depositada sobre la cabeza y van tocados con calcetines blancos subidos a todo lo que dan. La terapia que les da Erick consiste en enseñarles a pintar. Todo el salón lo han decorado estos personajes de aspecto temible: varios corazones flotando alrededor del mundo, depositados por la mano de Dios. Dentro de los corazones hay palabras como “amor”, “bondad”, “pasión”... y muchas, muchas flores (máximo símbolo del pueblo, claro). Erick me cuenta que el muchacho con camisa de homeboy es un excelente dibujante y que su especialidad son precisamente las flores con muchos pétalos. En los placazos de esta banda también aparecen monseñor Romero sonriente, y algunos lemas: “ama tu tierra”, “no a la minería” y el nada pandilleril “sí a la vida”.

En este mismo momento, al que todos señalan como el jefe, está dándole los últimos retoques a la manta que usará la parroquia. Vamos a reservarnos su nombre real y le llamaremos Ramiro. Es el mayor de todos: tiene 22 años y dice que alguna vez caminó con la Mara Salvatrucha, en alguno de los municipios de San Salvador. Pero que lo dejó. “Ellos te van dando su propia casaca y te van lavando el coco. A mí donde ya no me gustó fue cuando me dijeron que uno es soldado del barrio y que ya la vida de uno no vale nada y que uno va a tener que matar... sobre todo eso que la vida de uno no vale nada”. Es un campesino con las manos callosas, con las uñas sucias. Él lo reduce todo a esto: “A veces, en los bailes, uno bolo se agarra a trompadas con bichos de otros lados... ¡pero eso lo hace cualquier bolo, no quiere decir que uno sea de maras!”

Como todos los hombres, Ramiro era parte de las rondas de vigilancia civil, pero lo sacaron. Nadie lo quería en su turno. Y eso lo hace sentir profundamente humillado. Una vez, asegura que él estaba en medio de un pleito (en su versión, él sólo estaba respondiendo a una agresión) y Félix, el alcalde, lo amenazó en público.

-Es que los viejos siempre dicen cosas de la guerra, que ellos combatieron, y que son palomas... y esas mierdas. El alcalde una vez me dijo que él anduvo en la guerra y que no se tocaría los huevos para matarme.
-¿Vos perdiste a alguien en la guerra, Ramiro?
-Puta, a mi papá, a mis tíos...
-¿Por qué creés que no hay maras aquí?
-Porque aquí la gente esta... pues sí, han sido luchadores, han puesto este centro, juegos...

Están planeando un paseo. La comunidad le ha autorizado a Erick para que la noche siguiente acampen en el turicentro y ahora ellos mismos están estableciendo sus propias normas de conducta, que Erick anota en una pizarra: “no llevar guaro”; “cuidar el lenguaje”; “no pintarle la cara a los que se duerman”... Forman una algarabía y se arrebatan la palabra, como niños. El paseo les hace mucha ilusión.

-Ramiro: ¿y creés que aquí puede llegar a haber maras?
-¡No´ombre! Porque una mara no la puede formar un civil, sino alguien ya brincado, que lo manden. Y aquí no lo dejarán entrar estos maitros.

Félix

Este es su cuarto período consecutivo al frente de la alcaldía de Las Flores. Y a menos que el FMLN cambie sus estatutos, también es su último. Lo encuentro en el quiosco del pueblo jugando cartas con otros hombres, concentrado en su baraja. Lleva la camisa blanca apenas abotonada y no me voltea ni a ver hasta que termina la partida. En este lugar los horarios laborales y los libres son bastante relativos: se puede jugar cartas a las 3 de la tarde y organizar patrullas de vigilancia por la noche. De las autoridades se espera mucho y del alcalde aún más.

Como casi todos los fundadores de este pueblo, su alcalde estuvo metido hasta el copete dentro de la organización insurgente. Pero él dio sus pininos con las armas en el otro bando. Siendo muy joven, el ejército lo reclutó por la fuerza y terminó siendo asistente del coronel Ochoa Pérez. El chico era avispado, y el coronel decidió promoverlo: pase directo a la Guardia Nacional.

Con verde olivo oficial y luego usando polainas. Así le comenzó la guerra a Félix Lara. Hasta que le mataron al primer hermano, y luego a otro. Un día no volvió más de sus días francos. Desertó. Antes de que terminara la guerra, Félix le entregó a la revolución a ocho hermanos, a dos hijas y a su padre. La tierra que ahora gobierna está regada con sangre de su sangre. Pronto el movimiento insurgente descubrió que el muchacho era valioso. Sabía usar armas de guerra y se dedicó a entrenar campesinos para usarlas. Así terminó Félix la guerra: casi sin familia, siendo parte de un éxodo aterrado.

Creo que preferiría hablar afuera, para poder fumar. Pero no resisto la tentación de entrar al único lugar con aire acondicionado: la alcaldía. Entra con su camisa casi abierta por completo, y se sienta en el cubículo de una de las secretarias. Dentro, los funcionarios tienen una reunión lúdica. Me he perdido el chiste, pero veo sus efectos: las cuatro personas que quedan se desternillan de la risa.

Comienza contándome que está preocupado por recuperar el régimen disciplinario del pueblo, que se relajó un poco luego del triunfo de Mauricio Funes. Es que hubo tantas parrandas que al final las normas se perdieron un poco. Pero hace un mes se pusieron en labor de recuperarlas.

-Es que con tanta fiesta la gente se preguntaba: ¿¡Bueno, y aquí no hay alcalde pues!? -comenta.

Entonces tomó cartas en el asunto. Que no se diga que en este lugar el alcalde no tiene pantalones. En este pueblo hay reglas que nadie puede pasar por alto. “Nadie” aquí tiene un sentido bien literal. Las hay para casos excepcionales: por ejemplo, la comunidad decidió que, en su territorio, nadie permitiría a la empresa Martinique Minerals escarbara ni un hoyito, aunque tuviera todos los permisos legales. A los pocos vecinos que coquetearon con vender tierras a la minera, el pueblo los castigó volviéndolos parias, convirtiéndolos en non gratos, no dejándolos llegar al quiosco. En un lugar como este, eso es un escarmiento inimaginable. Castigo máximo. También hay reglas, me explica Félix, “para normar la vida social y la libertad de las personas”. Estoy a punto de hacer una pregunta ociosa. A estas alturas ya conozco la respuesta. Pero bueno, sé que la voy a formular al menos para efectos de grabación:

-¿Y quién hace esas normas, Félix?
-La comunidad.

La última de estas reglas es la que ordena a los hombres del pueblo hacer guardias nocturnas, y están las que consideran ya normas viejas: como la que prohíbe beber cerveza después de las 9 de la noche, o deambular por las calles pasadas las 10. O la que prohíbe vender en el pueblo cualquier tipo de licor. O la que establece que cuando una pareja se casa las propiedades de los cónyuges tienen que ser puestas a nombre de los dos. Y además aquí no se admite ninguna iglesia que no sea la católica. En todo el lugar sólo hay dos familias evangélicas, pero se les prohíbe celebrar cultos en sus casas.

-Es que durante la guerra, los únicos que estuvieron con nosotros fueron los curas y las hermanas de la Asunción... cuando los necesitábamos, no estaban, así que ahora no los queremos aquí -explica Félix, como quien pronuncia una cuestión obvia.

A cada norma rota se le corresponde una sanción. Las llaman “multas sociales”: así, el borracho escandaloso terminará limpiando el parque, o pintando una banca, o cortando el césped. O será un paria y tendrá que ver al suelo cuando se cruce con alguien.

Están también las reglas que buscan mantener firmes los principios y fresca la memoria: todos los 20 de junio, aniversario del día de la repoblación, matan algunas vacas y el pueblo entero tiene esa noche comida gratis. Ese día no hay fiesta, no hay discotecas ni payasos. Es una actividad seria. Los viejos recuerdan para las nuevas generaciones el origen de todo. Lo duro que fue el éxodo, las ruinas que encontraron y toda la sangre con que han regado estos montes. Todos los años, la historia del pueblo vuelve a ser narrada, para que no se olvide, para que herede. En Navidad, en cambio, la junta directiva reparte un pollo a cada hogar del pueblo, básicamente porque sí, porque es bueno regalar pollos. Y para los hombres mayores de 60 años y las mujeres de más de 55 hay algo especial: a los fieros guerreros de antaño el pueblo les da las gracias con una fiesta exclusiva: se tira la casa por la ventana, hay platillos especiales, atención completa, se destapa cerveza y -en este punto se ríe Félix, porque me está contando una travesura- corre también el aguardiente. San José Las Flores les dice con este gesto: gracias, patriarcas; bien hecho, héroes.

-¿Van a ser capaces de mantener la tradición, cuando la guerra sea algo lejano, Félix?
-Eso es lo que nos preocupa. Vamos a ver si los cipotes no pierden eso.

Cuando aparecieron en el pueblo unos muchachos con un inquietante aspecto, todos voltearon a ver a su alcalde y a este se le han ocurrido algunas soluciones.

-Si no me cree, lo llevo a verlos -me invita.

Nos subimos a mi carro para ir a buscar a las ovejas descarriadas. Félix me hizo parar frente a una vereda; bajamos del carro y nos internamos en ella. En realidad este camino no conduce a ninguna casa, sino a lugares de siembra.

-¿Esto es una necesidad real o es sólo para darles trabajo a estos muchachos?
-Nos resuelve dos cosas: cómo emplear a los cipotes emproblemados y abrir accesos a zonas agrícolas.
-¿Y cree que funcione?
-Me preocupa porque cualquiera va a pensar que nuestro esfuerzo es echar sal al agua, pero yo creo que se van a rehabilitar y a ser hombres de bien. Si no lo combatimos ahora que se puede hacer algo por ellos, puede que esto se vuelva inseguro.

Los encontramos -con todo y pañuelos y gorras de visera recta y calcetines blancos bien subidos- trepados en los árboles, cortando ramas, barriendo hojas. Limpiando el camino.

-No te vayás a caer de ahí.
-No, don Félix, aquí estoy bien agarrado.

Enciende un cigarrillo y los mira, satisfecho, sobándose el vientre, soltando humo. Me señala a un señor muy flaco y muy mayor que reparte instrucciones. Es el caporal.

-Félix: me dicen, con un gesto de respeto, que ese señor fue un gran guerrero, miembro de las fuerzas especiales de las FPL -le comento.
-En este pueblo, Carlitos, hay gente mala... ¡en el buen sentido! Gente entrenada, que sabe lo que es matar. Pero preferimos arreglarlo todo por las buenas, demasiados muertos vimos ya.

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