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Verapaz ahora es un pueblo fantasma. Un río de lodo y rocas del tamaño de un escarabajo Volkswagen bajó de las faldas del Chichontepec y arrasó con decenas de casas y mató a una docena de personas. La Policía reporta 36 habitantes desaparecidos.
Daniel Valencia
cartas@elfaro.net
Publicada el 09 de noviembre de 2009 - El Faro
Esta noche, el malicioso tintineo de la Osa Menor allá en el firmamento se siente como un abrazo cálido en medio de la tragedia. 24 horas después de escupir lluvia, ahora el cielo de Verapaz intenta resarcir el daño con este espectáculo que cuelga en lo alto, como si allá arriba las estrellas hubieran hecho un coro. Aunque su réquiem no se escucha aquí abajo, porque aquí el silencio de la muerte y la destrucción grita más fuerte. Aquí abajo no llega ni la luz de allá arriba para mostrar el lodo y las piedras que cubren medio pueblo.
A las 9 de la noche, saltando entre esas rocas que se tragaron la 2a. Avenida Sur, viene José Elías Merino, quien todavía incrédulo necesita ver de nuevo en lo que se convirtió la colonia San Antonio para convencerse a sí mismo de que no hay nada que pueda rescatar de su vivienda. Esta noche de domingo es la quinta vez que sube hasta acá. “No quedó nada... nadita”, se lamenta José. Como todos los que todavía andan dando vueltas en este mar de escombros, silencio y negrura, más que un rostro es una lucecita de una lámpara que habla y se lamenta en la oscurana.
A la par de José hay un camión de carga cubierto por el lodo. Toditito. Junto a este hombre de 40 años también se alcanza a ver los techos del Instituto Nacional. Para quienes se salvaron en el pueblo, los techos fueron sus héroes. 175 casas destruidas cuenta la Policía Nacional Civil la noche de este domingo, una cifra que por sí sola hace dudar de la cifra que 11 horas después manejará Protección Civil, pues su dato oficial será de 209 en todo El Salvador hasta las 8 de la mañana de lunes.
Y para algunos conocedores del lugar, las 175 casas destruidas podría ser un dato conservador. Porque la San Antonio donde vivía José quedó completamente soterrada. Y cerca de ahí, el barrio Las Mercedes, tiene un 70% de destrucción.
“Es que mire, el 50% de todo el pueblo está dañado”, dice el jefe de la delegación policial, José Marín. Una apreciación similar tendrá la mañana del lunes el mismo presidente de la República, Mauricio Funes, al constatar la devastación. “La mitad del casco urbano ha desaparecido del mapa”, comentó el gobernante.
Esta noche de domingo Verapaz, el pueblo, está silencioso. Casi en abandono. Las autoridades han evacuado a 708 personas hacia los albergues instalados en las afueras del pueblo. Más de una décima parte de la población de Verapaz está hacinada en tres albergues. En la Escuela Cañas, en la Iglesia y en San Isidro. Otros se encuentran en casas particulares a la orilla de la carretera que conduce a Guadalupe, el otro municipio con graves daños en el valle de Jiboa. En una de esas casas-albergue hay amontonados unos 40 adultos y siete niños menores de cinco años. Estos lloran de frío, arropados por los brazos de sus madres y cobijados por chivas rotas. Todos eran de El Molinero, un cantón en las afueras del pueblo hasta donde la correntada de lodo llegó sin invitación.
La correntada atravesó el pueblo, donde una avenida y ocho cuadras junto a ella sufrieron el impacto de las rocas y el lodo. Esta gente quedó sin nada. “Igualito nos tocó para el terremoto del 2001. Pero aquí hay que aguantar porque, ¿qué más se puede hacer?”, dice Inmaculada, una anciana que por rostro apenas tiene unas arrugas color naranja que le pintan el resplandor de las candelas.
En Verapaz no hay agua, no hay electricidad ni servicio telefónico. No hay cobijas con qué abrigarse porque todo está mojado y apestoso a lodo y a muerte, porque el olor de los desaparecidos ya pide que los encuentren. El olor de los desaparecidos y del ganado y de los otros animales. “No sabemos qué hay debajo de esto”, admite el jefe policial.
En la Iglesia de San Isidro hay más de 100 evacuados que comparten espacio con ocho cadáveres. Aquí se vela a los familiares muertos -y a los desaparecidos- y al dolor por haberlo perdido todo. Aquí lloran a la anciana Catalina, a la jovencita Carolina y a la niñita Bessy; a la señora Roxana, a Ana, al niño Francisco, a su abuela Julia y a otra mujer cuyos familiares se han quedado dormidos entre llanto y llanto. De los que están despiertos nadie recuerda el nombre de la otra víctima.
Son las 10:30 de la noche del domingo y a unas casas de la iglesia hay otra vela. En una casa que funciona como taller lloran a otras dos víctimas: al anciano Román Dimas y a la anciana María Argueta. Sus ataúdes, cerrados, están rodeados por sus parientes sobrevivientes y por algunos otros que vinieron temprano desde San Salvador.
Priscila todavía luce lodosa. Logró escapar con golpes al río de rocas y ahora llora a su abuelo muerto. Pero llora con más intensidad cuando piensa en su madre y en su hijo desaparecidos. Se los llevó la correntada y ella sabe que solo las estrellas los estarán velando a esta hora.
A las 11 de la noche, sobre la calle que de la entrada del pueblo lleva hacia la alcaldía y hacia el taller en donde están velando a los dos ancianos, aparece un grupo de jóvenes con ayuda. Son jugadores del Deportivo Cojutepeque, que se dejaron venir con un camión repleto de comida. La calle es un lodazal que llega hasta las rodillas y la 2a. Avenida, por la que pasaron, solo se puede sortear saltando de roca en roca. Nadie les dijo que a la mayoría del pueblo la han evacuado. Nadie les dijo que, con suerte, a lo sumo encontrarán más arriba a siete hombres con lámparas y machetes cuidando lo poco que quedó de sus pertenencias. Se dan cuenta de que Verapaz es poco menos que un pueblo fantasma.
-¿Hay alguien ahí? -pregunta a gritos uno de los jóvenes-. La respuesta es el silencio y la negrura de la noche.
-¿Hay alguien ahí? -repite otra voz-. ¡Salgan, no tengan miedo! ¡Traemos comida!
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