El Salvador
Roberto Valencia
Publicado el 17 de Junio de 2013
Cifras oficiales: más de 60,000 pandilleros activos
y –lo más inquietante– un entramado social que representa casi el 10 %
de la población salvadoreña. ¿Puede seguir abordándose este problema
como algo estrictamente delincuencial? Un periodista de El Faro se
reunió a lo largo de 13 meses con la madre de un pandillero para
intentar comprender qué conduce a un joven de una comunidad empobrecida a
integrarse en una pandilla, y cómo una mamá digiere que el fruto de su
vientre se convierta en pandillero.
Madre y su hijo Gustavo, en una imagen tomada a inicios de la década de los noventa en San Salvador. |
“Hay muchos hogares destrozados, hay mucho dolor, hay mucha pobreza. Hermanos, todo eso no lo miremos con demagogia”.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, diciembre de 1979.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, diciembre de 1979.
***
No le gusta airear su secreto. Hace seis meses ni siquiera sus otros hijos sabían que Gustavo es un activo
de la Mara Salvatrucha-13 (MS-13). Apenas se lo ha susurrado a los
familiares más cercanos y a las poquísimas personas que se han ganado su
confianza.Hoy es un martes de abril, 2012, y Madre al fin ha accedido. La cita a ciegas es a la 1:15 de la tarde en un centro comercial sobre la 10.ª avenida Sur, en la parte baja de San Salvador. Aunque el Barça juega la Champions y hay movimiento, reconocerla resulta demasiado sencillo. Cuarentona, el plante recio de una veterana vendedora de la calle –rostro expresivo, mirada afilada, espalda ancha, brazos más gruesos que los míos– y la cara de preocupación de quien guarda un secreto terrible. Viste falda larga, como les dice el pastor.
Nadie más sabe que Madre hoy ha quedado para hablar de su secreto.
―Con Gustavo me pasó que le di mucha libertad –dice–. Yo confiaba porque era bien tranquilo, si de niño hasta las cipotas le pegaban, y hogareño: dejábamos desorden en la casa, y al llegar lo había arreglado.
Madre exige que Gustavo nunca –nunca– sepa que va a contar su secreto a un periodista. Madre teme a los pandilleros. Vive entre ellos. Madre sabe, y porque sabe, teme. En este primer encuentro, en un Pollo Campero, se la ha pasado mirando alrededor con recelo. Cuando ha dicho algo de la pandilla, ha bajado la voz como si estuviera en un templo.
―Entonces, ¿me dejará contar su historia?
―Solo si me promete que no va a ir mi nombre ni el de mis hijos ni mi dirección.
Exige también lugares menos concurridos para hablar. Madre en verdad teme.
***
Hace apenas 30 años Mara Salvatrucha y Barrio 18 no significaban
absolutamente nada en El Salvador. De hecho, hasta que se pervertió,
"mara", la palabra que define el fenómeno del pandillerismo juvenil
centroamericano, tenía connotaciones positivas. Se utilizaba para
referirse afectuosamente a los conocidos de la colonia o la escuela, a
la cuadrilla, al grupo de amigos.Pero en los 80 las guerras y la pobreza expulsaron a cientos de miles de centroamericanos –sobre todo salvadoreños– hacia Estados Unidos –sobre todo al área de Los Ángeles–; las gangs angelinas sedujeron a una parte de los migrantes que cayeron en los suburbios latinos; cientos se integraron en la pandilla 18 o en la MS-13, aunque no solo; y a inicios de los 90 el gobierno estadounidense desató una política de deportaciones masivas de centroamericanos con el virus de las pandillas interiorizado.
En cuestión de meses El Salvador vivió la llegada de docenas, centenares de activos, cuyo estilo de vida –ropas holgadas, tenis Nike Cortez, llamativos tatuajes, estrictos códigos disciplinarios y una seductora oferta de hermandad eterna– resultó ser un imán para la juventud de la posguerra. También deportaron a integrantes de otras pandillas y estaban las autóctonas, pero en menos de una década la MS-13 y el Barrio 18 polarizaron el fenómeno de tal manera que en la actualidad parecen las dos únicas.
La extrema desigualdad social, la débil institucionalidad, la impunidad y determinadas políticas públicas que actuaron como combustible –la política de "mano dura" y la decisión de asignar cárceles a cada una de las pandillas, por citar un par de ejemplos– fueron el caldo de cultivo idóneo para la radicalización de las maras, más violentas y con un control territorial más agresivo que el de las casas matrices en Los Ángeles.
Esto no es exageración: en amplias zonas del país la gente hoy tiene miedo de pronunciar en público los números 13 o 18.
El gobierno de El Salvador empezó en 2012 un censo para dimensionar la implantación del fenómeno. En mayo de 2013, monitoreados 184 de los 262 municipios, las cifras oficiales hablan de 60,000 pandilleros activos y de una red social adicional de 410,000 personas, entre chequeos (jóvenes en período de pruebas para ganarse un lugar), jainas (novias o compañeras de los pandilleros), mascotas (niños que caminan con la pandilla) y familiares directos que mantienen vínculos. Y entre los familiares, una figura hegemónica: la madre.
Hay varias docenas de miles de madres de pandilleros en El Salvador. En un universo tan vasto cabe casi de todo: madres cómplices de los delitos de sus hijos, madres que simplemente se aprovechan del terror que infunde la pandilla, madres pasivas pero que de alguna manera se benefician de la actividad delictiva, madres distanciadas de sus hijos, madres que odian a sus hijos… y madres –como Madre– que a su hijo pandillero lo quieren de corazón pero también de corazón odian la pandilla...
ver articulo completo http://www.salanegra.elfaro.net/es/201306/cronicas/12358/
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